(10 de septiembre, 2013)
Roncesvalles – Zubiri: 22,14 km)
A Roncesvalles: 22,14 km
A Santiago de Compostela: 738,67 km
Las seis de la mañana.
Se encienden bruscamente las luces, de modo que algún peregrino de estreno salta asustado en su cama. Recuerdo el cine Payret, frente al Capitolio de La Habana, y sus luces que se encendían y apagaban suavemente, una caricia para la retina. Supongo que los reguladores de voltaje ya no son alta tecnología.
Por suerte, ya a las seis menos cuarto yo me había despertado. Anoche aproveché que en la planta sótano podía mantenerse encendida la luz sin molestar al prójimo y estuve leyendo y escribiendo hasta las doce y media. Menos de cinco horas de un sueño tropeloso, accidentado, con despertares intermitentes. Posiblemente esta noche, tras mi primera jornada, duerma como un bebé acunado por una nana de ronquidos.
A las 6:45 abandono Roncesvalles (Domus venerabilis, domus gloriosa \ Domus admirabilis, domus fructuosa \ Pirineis montibus floret sicut rosa…).
Todos los bares están cerrados, y una chica asiática me comunica (en la lingua franca del camino, el inglés, of course) que tres kilómetros camino abajo hay una pequeña tienda y un bar. Emprendo la ruta por un sendero paralelo a la carretera, como quien camina por un túnel de vegetación, entre hayas y pinos frondosos. Es noche cerrada. Y mi linterna está en el fondo de la mochila. Cien metros hacia adelante veo una lucecilla que avanza. Trastabillando, apuro el paso hasta que le doy alcance. Dos chicas norteamericanas alumbran el camino con una linterna. Delante van dos jóvenes españoles aprovechando el hilo de luz y yo me sumo a la procesión. Cuando la norteamericana detecta que la siguen, se vuelve. You are my light, le digo. Ignoro si he pronunciado un cumplido o una errata por traducción literal.
A los tres kilómetros hay, efectivamente, una tienda, donde compro un zumo y una pieza de fruta. Desayuno medio bocadillo que preparé ayer en Madrid y continúo hasta Burguete, un pueblecillo de coquetos caserones de estilo pirenaico, con flores en las ventanas de madera roja. Allí bebo el primer café del camino.
Abandono el borde de la carretera. El camino discurre por una zona ganadera rodeada de montañas y pastos que hasta a mí, que no soy especialmente vegetariano, me despiertan el apetito. Los pastizales están salpicados de vacas rubias, de un pelaje dorado, homogéneo, de peluquería, y aunque no me acerqué lo suficiente, sospecho que tendrán los ojos azules.
De pronto tengo que echar mano al poncho impermeable para que me proteja, mochila incluida, aunque no de una lluvia convencional. Nos adentramos en una nube, nos empezamos a llover nosotros mismos. Atravesamos la tormenta en fase de proyecto. Hurtamos la lluvia que estaba destinada a caer en otro sitio, nos la llevamos con nosotros.
Subiendo al alto de Menkiritz, unos jóvenes australianos (norteamericanos, canadienses, ingleses o cualquier otro territorio de la Anglia) van conversando animadamente. Aminoro el paso, hasta que me adelantan y los pierdo de vista. Ahora puedo escuchar el silencio de la montaña en todo su estruendor.
Mis piernas obedecen sin rechistar, pero mis pulmones me echan en cara las 14.600 cajetillas de cigarros que consumí durante 40 años. En lo alto, la imagen de una virgen y una lápida donde se lee: ¡Aquí se reza una salve a Ntra. Sra. de Roncesvalles! Y yo rezo a mis pulmones que me acompañen en esta empresa.
Un japonés pequeño y muy delgado, con arrugas que denuncian una edad entre los 60 y los 180 años, me pasa por el lado como una flecha cargando una pequeñísima mochila. De ella saldrán, seguramente, todos los artilugios para hacer el camino de Santiago, como un mágico abrigo del Inspector Gatchet, o un transformer de los Power Rangers.
Desciendo por una angosta pendiente hacia Biscarreta/Guerendiain (aquí todo tiene dos nombres, en euskera y castellano, a veces tres, contando la ortografía dubitativa), Lintzoain y el bello pueblo de Erro. Desde allí comienzo a subir el Puerto de Erro y me encomiendo al santo patrono de los pulmones. La ascensión vale la pena. No sólo la vista es impresionante. La ascensión, también. Trepar a la cima entre la espesa vegetación es sobrecogedor cuando no hay un alma a la vista. El silencio del bosque crea por un momento la sensación de habernos mudado de siglo, hasta el instante en que entre una huella humana y otra mediaran años o decenios. A punto de alcanzar la cima, una piedra grande y dos pequeñas, situadas a la derecha, marcan, según la leyenda, el paso de Roldán, que tendría, según se ve, una zancada olímpica, de su mujer y de su hijo.
Llegando a mi destino en Zubiri, entablo animada charla con mi vecino de litera, el cura de Ciudad Real. Recuerdo perfectamente su nombre, como recordaré los de todos mis compañeros del camino, pero optaré por omitirlos. Ninguno ha pedido ingresar en estas páginas e ignoro si el citarlos dañe el derecho a la intimidad de algunos.
Cura de base, a medias trabajador espiritual y trabajador social, no dejamos tema humano (divinos, menos) intocado, aunque con la mirada puesta en el pedregal de cuatro kilómetros que desciende hasta Zubiri, y donde es tan fácil partirse un tobillo y concluir el camino en una sola etapa.
Después de despedirme del padre, que continúa hacia Larrasoaña, entro a Zubiri por el puente gótico de la Rabia. La tradición asegura que los animales con rabia se curan inmediatamente si dan tres vueltas al pilón central de su arcada. Antes hay que convencerlos para que efectúen la maniobra.
Buena, arrancada, Luis Manolo. Buen camino el lenguaje con que cuentas tus pasos. Tú recuerdas en tu andar las luces del Payret; yo la arrancada en aquellos días del Toa. Te seguiré leyendo. Un abrazo en tus nuevos habaneceres. Froilán