Ni hoy, cuando escribo estas líneas rayando la medianoche, es un viernes cualquiera, ni Anabel Segura es sólo una chica de 22 años que fue secuestrada en procura de un fajo de billetes. Viernes ha habido muchos, muchachas secuestradas también, porque ni la violencia, ni los viernes ni las muchachas son ajenos a este millón de años de historia humana.
Pero esta noche se trata de algo más. Ochocientos y tantos días sabiendo, o suponiendo, o sospechando que en algún sitio una muchacha bella, instruida, con su futuro por hacer, yacía a merced de personas que sólo veían en ella un objeto de trueque y no un ser humano, esa entidad intransferible llena de sueños, ilusiones, sentimientos, tan irrepetibles como su huella dactilar, han permitido a la sociedad española reflexionar sobre su condición humana y su destino.
En primer lugar, en plena euforia de la sociedad del bienestar, donde los anuncios y el ejemplo, la educación y los mensajes tangenciales de la vida cotidiana nos inducen a pensar en el semejante no como un hermano de especie, sino como un competidor al que derrotar en la jungla tecnológica de la contemporaneidad; el caso de Anabel despierta en nosotros un valor casi tribal: la solidaridad. De pronto todos reconocemos en ella a la amiga, la hermana, así seamos tan pobres que a nadie se les ocurra secuestrarnos como no sea a cambio de una barra de pan. ¿Por qué? Porque en cierta medida Anabel Segura es lo que hubiéramos querido para nuestras hijas y hermanas: belleza, conocimientos, aptitudes deportivas, hasta simpatía, aunque al respecto no sepamos nada. La hacemos nuestra por transferencia.
En segundo lugar, porque intuitivamente nos rebelamos contra el azar. Contra el azar de que cualquier muchacha con aspecto de niña bien (así sea la hija de un albañil que con sus ahorros de varios meses compró el apetecido chandall) pueda ser secuestrada y escarnecida, incluso asesinada. Porque en ese azar nos incluimos.
En tercer lugar, porque hoy, exactamente hoy, nos negamos a aceptar el absurdo de que un churrero y un fontanero con antecedentes delictivos menores puedan ascender la espiral de la crueldad y a partir de móviles mezquinos, segar una vida que prometía ser plena y amable, quizás mucho más plena y grata que la de sus padres, quienes seguramente erosionaron buena parte de sus felicidades probables a cambio de acceder al confort y la felicidad perspectivas. Anabel venía de la seguridad y el confort, su vida era un cauce labrado hasta ser detenida por el alud. Y nos negamos, porque ¿quién no tiene un amigo, un hermano, un primo carcomido por las deudas y la necesidad, algo desaprensivo por más señas, que en condiciones límites sería capaz de acciones semejantes? ¿Quién no? Teorías apartes, busque cada quien en su entorno. Ojalá no encuentre la bestia agazapada.
Y todo esto nos ofrece una lección. No sólo sobre el destino, ciertamente cruel, de Anabel Segura, sino sobre nosotros mismos.
¿Estamos construyendo verdaderamente la sociedad del bienestar? ¿En qué medida los resortes que ponemos en marcha para cumplir los macroobjetivos despiertan fuerzas oscuras, ancestrales, de sálvense quien pueda a cualquier precio? ¿Es este sentimiento de solidaridad y dolor que nos embarga hoy pura circunstancia noticiosa que se disolverá con la próxima baja de la bolsa, el escándalo político de turno o el avance de servios y croatas? ¿Y por qué no una alerta permanente? ¿Por qué no esa señal de auxilio que nos lanza la realidad, y que debemos atender, a riesgo de convertirnos en neardenthales tecnológicos?
Anabel Segura, sus asesinos, los miles de cartas y movilizaciones, el sentimiento de que algo irrepetible, una persona, un ser humano, ha desaparecido para siempre, será algo que deberemos cuidar celosamente del olvido, si aspiramos a que no nuestros edificios y mísiles y ordenadores, sino nuestra condición humana, la que ha convertido al Hombre en la única criatura capaz de destruir, pero también de salvar este planeta, sea protegida, y muy bien protegida, del olvido.
Diario de Jaén, España, 1994
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