Cuba: el crepúsculo de un sueño

30 08 1995

Cierto taxista de Ciudad México me preguntó “cuándo expulsarían a ese Castro de la Isla”. Enterado de que yo vivía en La Habana, dio un giro de 180 grados a su curiosidad: “¿Y los yanquis no pensarán levantar nunca el embargo?”. El cliente siempre lleva la razón.

Como en un western, los fans de indios y cowboys suelen abundar cuando se toca el tema de Cuba: ¿El embargo o Castro? ¿El lobo feroz o la Caperucita Roja? Pero hay preguntas más arduas: ¿Por qué se mantiene en pie el único gobierno comunista del hemisferio Occidental tras la caída del Este? ¿Por qué, a pesar de la profunda crisis, no ha habido un levantamiento popular?

En 1990, ante la inminente desintegración de la Unión Soviética, se habló por primera vez del “Período Especial en Tiempos de Paz”, eufemismo para nombrar la crisis más profunda en la historia de Cuba, que se haría realidad meses más tarde: drástica disminución del transporte público, reducción o eliminación de todo combustible, cierre de empresas y masificación del paro, cortes de electricidad que alcanzan ritmos de 8 por 8 horas, paralización de las construcciones sociales y de infraestructura, reducción del suministro alimentario a 0,4 kg por día por habitante (sólo 27 g ricos en proteína); enfermedades propiciadas por avitaminosis y aproteinosis, como neuritis y beriberi, agravadas por la falta de medicamentos. El peso, la moneda nacional, disminuye entre 50 y 100 veces su poder adquisitivo en apenas unos meses, y el salario de un ingeniero, que rondaba los 300 dólares mensuales hace cinco años, se desploma a menos de tres. La crisis, entronizada ya como modus vivendi, va mutando hasta crisis de valores: se multiplica geométricamente la prostitución (una muchacha gana por turista-noche lo que sus padres, dos profesionales, no ganarían en un año), crece la delincuencia, la malversación y la economía subterránea. El mercado negro ocupa el lugar del mercado y se hace realidad lo que algún cubano bautizó como “La Era de las Tres R” (Resistir, Robar o Remar). Dado que el trabajo (salvo excepciones) deja de ser una vía digna y segura de subsistencia, se instaura una nueva picaresca de la supervivencia: dólares a toda costa para acceder a la red comercial en divisas. Los padres aspiraron a un título universitario; los hijos, a ser camareros para agenciarse unos dólares de propina. Cuando no, se echan al mar en una balsa, añorando alcanzar el Miami Paradise (si los tiburones del Canal no se interponen). Porque al cabo de cuatro años, sin otra solución para rebasar la crisis que las continuas apelaciones al “espíritu de resistencia”, el artículo más deficitario es la esperanza.

¿Cuáles fueron los polvos que trajeron estos lodos? En desigual medida, tres factores: la ineficiencia crónica del modelo, el embargo norteamericano y la desaparición de las excepcionales relaciones comerciales con la antigua Unión Soviética.

Según estimados del gobierno cubano, el embargo ha costado 40.000 millones de dólares, al eliminar a la Isla como posible destino del turismo norteamericano, impedir el intercambio comercial y la adquisición de tecnología, derivando su comercio hacia regiones más alejadas u onerosas transacciones a través de terceros, así como las presiones a empresas internacionales. El principal exportador mundial de azúcar no tiene acceso a la Bolsa de Azúcar de Nueva York y un barco que toque puerto cubano, no podrá ni acercarse a puertos norteamericanos durante seis meses. Ese es el embargo, paliado desde inicios de los 60 por el intercambio con la antigua URSS: relación de precios estables y a largo plazo muy favorables a la Isla; suministro prácticamente gratuito de todo el armamento; asesoría técnica, préstamos e inversiones. Incluso durante los 70, con la autorización de Moscú, la segunda fuente de ingresos de la Isla fue revender parte del petróleo que recibía a precios de convenio.

De modo que el costo del embargo se eleva al 7,6% del PNB cubano durante estos 35 años y, políticamente, contribuye a cohesionar al pueblo cubano alrededor del líder, según la tesis “Ahí viene el lobo”; pero Norteamérica es demasiado prepotente con Latinoamérica para retractarse. Mientras, la desaparición de la URSS despeña la Isla en un típico modelo tercermundista de relaciones, agravadas por el atraso tecnológico heredado de la URSS y un cuarto de siglo descansando sobre relaciones paternalistas y escasa eficiencia. Ahora bien, nada de eso explicaría un colapso sin ápice de recuperación durante cuatro años. Lo explica la ineficiencia crónica del modelo cubano: ultra centralización, supresión de la iniciativa y manejo de la economía según criterios políticos: la Idea, el Sistema, el Stablishment, son más importantes que el bienestar público, esa desviación pequeñoburguesa y consumista.

Desde 1968, cuando se eliminó toda forma de propiedad privada de los medios de producción (excepto el 30% de las tierras cultivables) es el Estado quien controla desde la gran industria hasta los estanquillos de periódicos. Tenencia absoluta de bienes y recursos. Importación y exportación centralizadas. Aún así, los pequeños campesinos, que cuentan apenas con medios, son hoy el sector agrícola más eficaz, de modo que el problema es básicamente conceptual. En un país que ha tenido un verdadero boom educacional (500.000 profesionales sobre 11 millones de habitantes), la inmensa mayoría de los cuadros de dirección han sido elegidos por razones políticas ajenas a su capacidad profesional. Dado que el modelo exige incondicionalidad al sistema y al líder antes que eficiencia, la estructura piramidal de dirección recaba obediencia antes que iniciativa, premia la adulación y sanciona la indisciplina creadora: en suma: una parálisis generalizada.

Como, por otra parte, se ha sustituido la retribución por diplomas, banderitas y exhortaciones al sacrificio en aras del ideal, cunde una huelga de brazos caídos: descansar durante el horario laboral, para dedicarse fuera, con desesperación, a la picaresca de la supervivencia.

¿Soluciones? Las del Estado: descapitalizar la nación vendiendo los medios de producción al capital extranjero. ¿Y por qué no a los nacionales? Según opiniones, porque el cubano carece de capital. Como si el dinero, ente sin patria, no pudiera arribar desde Miami vía Zúrich. Incluso ante la solicitud de autorización, por parte de exiliados cubanos residentes en países que no sea Estados Unidos, de invertir en la Isla, pero delegando en sus familiares cubanos de adentro el manejo de las empresas, la respuesta fue un rotundo NO. ¿Por qué? Una vez más, razones políticas. El inversionista extranjero aporta capital, permite el funcionamiento de una parte de la economía, pero no tiene ningún derecho político. Los nacionales, en cambio, podrían constituir en breve plazo una capa productiva, eficiente, y ya se sabe que el poder económico se convierte, sin pérdida de tiempo, en poder político que podría discutir espacio al omnipotente y único Partido Comunista de Cuba, empleando incluso los escasos mecanismos democráticos. Y el stablishment no está dispuesto bajo ningún concepto a compartir ese poder.

Entonces, ¿qué mantiene en pie al gobierno?, ¿por qué no ha habido un estallido popular? Los factores son varios y se interdigitan en un complejo entramado: relictos de la vieja popularidad de la Revolución nacionalista, popular, moralizante (el panorama de la república pre revolucionaria hedía por los cuatro costados) y de sus ya precarias conquistas sociales; el carisma de Fidel Castro, operando aún lo que los sociólogos llaman “el síndrome del líder”; la propia idiosincrasia del pueblo cubano, que sólo llega a la sangre in extremis; la inexistencia de una oposición organizada y viable (que el gobierno prohíbe por ley), como no sea la extrema de signo opuesto, en Miami, que el cubano de Cuba tampoco apetece, no sólo porque ya ha prometido tres días de libertad para la revancha después de Castro, sino por el previsible cambiazo: los siervos de LA IDEA convertidos en siervos DEL CAPITAL, sin paliativos. Y el ejemplo de la antigua URSS, despeñada en un capitalismo salvaje donde los menos aptos están peor que antes. De modo que para los cubanos mayores de 50 años el horizonte pos fidelista se barrunta negro, mientras los más jóvenes prefieren huir al paraíso que le ofrecen los enlatados de la TV, antes que intentar uno propio. El resto, espera. Sin desdeñar que una porción del pueblo cubano aún cree en el líder, dado que la equivalencia Fidel=Socialismo=Patria, reiterada durante 35 años, ha calado muy hondo. No es fácil desglosarla.

De ese modo, Cuba es hoy una lección amarga de la historia: el crepúsculo de un sueño compartido de justicia social, moralidad, nacionalismo sin integrismo ni xenofobia, que se empezó a desplomar cuando el poder mudó de medio a fin; cuando la opinión popular se hizo prescindible y su participación en el poder, innecesaria; configurando una clase gubernamental inapelable e inamovible que convirtió en ley los principios de su propia supervivencia: la obediencia al líder, y declaró enemiga toda diferencia, instaurando una intolerancia practicante que será a la larga su propio sepulturero: sin diferencias no hay crítica; sin crítica, no hay mejoramiento posible. La inmovilidad parece perfecta, eterna. Cuando lo único eterno es el tiempo que cambia. De modo que a la larga el juicio de la historia quizás troque aquella frase de Fidel Castro en 1954, “La historia me absolverá”, por “La historia me absorberá”.

 

1995





La era de las tres erres (Cuba en verde y negro sobre fondo rojo)

1 04 1995

Aquella luminosa mañana del primero de enero de 1959, La Habana no durmió la resaca como otros años. Despertó temprano entre sirenas, gritos y banderas. El dictador Fulgencio Batista había huido. La Revolución acababa de triunfar en aquel país monoproductor (80% de sus exportaciones en azúcar), monocultivador (52% de la tierra cultivable dedicada a la caña), con una cabeza vacuna por habitante y escasamente industrializado, profundas diferencias de clase, sociales, y estructurales entre la ciudad y el campo; 23% de analfabetismo, deficientes redes de asistencia médica y educacional; un país que exportaba azúcar, tabaco y concentrados de níquel, e importaba chicles y automóviles; amaestrado en el servilismo a lo extranjero y, en especial, a lo yanqui (tercer socio comercial de Estados Unidos en el continente), con un incipiente pero acelerado desarrollo del turismo (US$ 50 millones por año); balanza de pagos favorable, cero deuda externa y una reserva de divisas equivalente al volumen de su comercio exterior; un país con una estructura democrática plegable, galopante malversación, nepotismo, corrupción y abuso del poder. Cuba, que algún turista había definió como el tropical paradise de putas y maraqueros, se preparaba a ser noticia durante los próximos 40 años; a tocar el cielo/el infierno (según versiones) desde su soledad continental, a sostener el mito de David frente a Goliat, referente para América Latina y buena parte del Tercer Mundo, a desatar pasiones extremas y la enemistad de nueve inquilinos de la Casa Blanca. Verdadera tradición norteamericana.

En aquella Isla que había padecido medio siglo de democracia precaria, y un crecimiento económico sostenido que asimiló más de un millón de inmigrantes; los barbudos de Fidel Castro representaron la honradez, la valentía de derrocar por las armas al tirano, contra todo pronóstico, y un sentido nuevo de la justicia social que transmitía su hipnótica oratoria. Él se apresuró a dictar medidas que fomentaran la adhesión de las grandes mayorías: Reforma Urbana, Reforma Agraria, Alfabetización. Grandes palabras de los 60, la Era del Entusiasmo, que se redondeó el 13 de marzo de 1968 con la Ofensiva Revolucionaria: incautación de los últimos 58.012 pequeños negocios que quedaban, con lo que se erradicaba la propiedad privada sobre los medios de producción (si exceptuamos el 30% de las tierras cultivables). Desde entonces, el Estado se encargaría de administrar toda la economía cubana.

Vencida la contrarrevolución armada en Playa Girón y el Escambray, desactivada la oposición y amaestrada la prensa —monopolio estatal— hasta la obediencia incondicional, ninguna voz se alzaría impunemente contra los sucesivos experimentos económicos y políticos. Máxime después que fueron refundidas las organizaciones que participaron en la lucha, bajo las órdenes de Fidel Castro, quien ha terminado abrumándose a sí mismo de trabajo: Primer Ministro, presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Primer Secretario del Partido Comunista, y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. La Constitución de la República (1976) menciona explícitamente su liderazgo vitalicio, de modo que es inconstitucional cuestionarlo. De todos modos, en previsión de disonancias, se instituyeron los mecanismos de una vasta inquisición ideológica cuyo exponente más nefasto fue la UMAP, campos de “reeducación” donde se confinaron por igual a católicos militantes, homosexuales, disidentes y heterodoxos.

Tres pilares edificarían la rápida prosperidad de la nación: la frugalidad estoica —reducción drástica del consumo para dedicar el máximo de recursos a la industrialización—; la conciencia laboral y política de los trabajadores, que se esforzarían sin apenas retribución —igualitaria, trabajaras o no, de acuerdo a la libreta de racionamiento—, y la unanimidad en torno a sus dirigentes, lo que hacía innecesario cualquier mecanismo participativo. Hasta 1976 no se crea el primer y único órgano vagamente democrático: la Asamblea Nacional del Poder Popular, que en 23 años jamás ha aprobado una ley contra la opinión del líder, e incluso ha reescrito otras ya publicadas. Ni siquiera le fueron consultadas las guerras de Angola y Etiopía, que involucraron a cientos de miles de cubanos. La “democracia directa” suple al parlamento: Fidel habla (unos 3.200 discursos registrados) y el pueblo aplaude.

Lamentablemente, la tríada “frugalidad-conciencia-unanimidad” no funcionó. La escasa estimulación provocó una huelga generalizada de brazos caídos. La caída de la producción, escasez. La escasez, inflación, desestimulando más a los trabajadores para cerrar el círculo: El Estado simulaba un salario y los obreros simulaban un trabajo. La subvención soviética, a través de relaciones económicas preferenciales, créditos blandos y armamento gratuito —a mediados de los 70, Cuba recibía la mitad de toda la ayuda que la URSS enviaba al Tercer Mundo—, evitó el colapso económico de la Isla; paliando con creces los efectos del embargo norteamericano (US$40.000 millones en 40 años, el 7,6% del PIB, según datos del propio gobierno), aprovechando en cambio su valor añadido: chivo expiatorio de cuanto desastre económico ocurra, y recurso fácil para convocar al rebaño al grito de “Ahí viene el lobo”. Si mañana la Casa Blanca levantara el embargo, no pocos funcionarios cubanos, despojados de su excusa predilecta, saldrían en manifestación denunciando “esa nueva maniobra del imperialismo”.

Al mismo tiempo, se establecía la gratuidad de la asistencia médica, la educación (a todos los niveles) y el entierro. Crecía la red asistencial hasta cotas cercanas a las del mundo desarrollado. Se universalizaba la enseñanza, y las cuatro universidades de 1959 se convertían en 45, generando al cabo 400.000 profesionales universitarios en una población de 11 millones. Fuerza laboral altamente calificada que contrajo expectativas de vida frustradas por el bajo desarrollo de las relaciones de producción, máxime cuando el gobierno ha mantenido inalterable un sistema promocional que pondera la incondicionalidad política al talento, y no tolera la desobediencia creadora. Vox Populi afirma que en Cuba “El que sabe, sabe. Y el que no sabe, es jefe”. Razón de los múltiples altercados entre el gobierno y el sector cultural, cuya tarea ha sido, por otra parte, dignificada, beneficiándose de la difusión y accesibilidad del libro y los espectáculos culturales, la creación de una enseñanza y una industria cinematográfica y artística sin precedentes. Aunque tan temprano como en 1961, se les advirtió que: “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”.

Los cubanos suelen recordar los 80 como la Edad Dorada: tímida estimulación salarial; creación del mercado paralelo (no racionado) tras el éxodo masivo de 1980 por el Mariel; permisos de visita a los cubanos del exilio; apertura internacional al turismo, y un poderoso mercado negro alimentado por las tiendas en dólares y la propiedad estatal—propiedad de todos que terminó siendo propiedad de nadie o del listillo que le echara el guante—. A lo que se sumaba una notable homogeneidad social, herencia del igualitarismo. Una edad que concluiría con la década: en 1990, se decretaba el Período Especial en Tiempos de Paz, eufemismo para designar la crisis más profunda del siglo XX cubano.

Con la caída del Este (y del 80% del comercio insular), Cuba queda a solas entre su propia ineficiencia económica y el embargo norteamericano. En menos de seis meses, la devaluación alcanza el 2.500%. Un ingeniero pasa a cobrar 450 pesetas mensuales al cambio (hoy ronda las 2.000), lo suficiente para comprar quince cajetillas de cigarros o un pollo. Cientos de fábricas cierran por falta de repuestos, materias primas y energía, quedando los desempleados con un subsidio del 60%, es decir, el 2% de su poder adquisitivo un año atrás. Fidel Castro anuncia el olvidable slogan “Socialismo o Muerte”. Pero los pueblos no se suicidan y el Comandante en Jefe se encuentra ante la disyuntiva: ¿Cómo evitar que el hambre y la desesperación pongan en peligro el statu quo, sin ceder el monopolio del poder? ¿Cómo incrementar la eficiencia económica sin acudir a fórmulas del FMI, sin cancelar las conquistas sociales y sin dinamitar los fundamentos del sistema: ultra centralización, propiedad estatal y manejo de la economía según criterios políticos? La ensaladilla rusa, hambre con democracia, no es buena receta para conservar el poder. Eligieron el pato al estilo de Pekín: dictadura política con crecimiento económico. Traduciendo: un capitalismo sólo para extranjeros que subvencionara el socialismo sólo para cubanos: descapitalizar la nación vendiendo medios de producción al capital foráneo, para cobrar el diezmo. La elección no es casual: El inversionista extranjero hace funcionar la empresa y paga impuestos, pero carece de derechos políticos, y si obtiene ganancias, apoyará al gobierno. Los nacionales podrían constituir a mediano plazo una capa productiva, eficiente, y el poder económico siente un hambre precoz de poder político. “Antes se hundiría la Isla en el mar” (FC dixit). Incluso las tímidas modalidades de trabajo por cuenta propia se han permitido a regañadientes para paliar la escasez, contener el descontento y ofrecer una salida de emergencia al enorme desempleo. Pero abrumándolos de impuestos; sin hacer constar por ley la libertad de empresa y comercio de los nacionales, de modo que sea reversible, y prohibiendo a los profesionales ejercer por libre sus oficios, evitando así el surgimiento de una empresa altamente cualificada y competitiva, pero privada, que subraye la incompetencia estatal.

No obstante, la subasta del país se hace con cautela. El mercado es especialista en desatar lo atado y bien atado. La zona más ortodoxa de la vieja guardia teme al capital por razones ideológicas y nada ayudaría más a erosionar ese statu quo que la supresión del embargo, derogando así un fuerte factor de cohesión alrededor del líder, según la tesis “Ahí viene el lobo”. Pero EE. UU. prefiere el método John Wayne. Otros miembros de la burocracia política se están colocando ya como gerentes neocapitalistas, en posición de esperar el cambio bien arropados en sus crisálidas, que abandonarán convertidos en las mariposas de la nueva burguesía. Mientras puedan, no van a tolerar la libre competencia.

No hay por ahora indicios de que la tímida apertura económica se desplace hacia el terreno político. Dada la profunda crisis que pesa sobre la cotidianía del cubano, permitir la aparición de alternativas políticas sería un suicidio. Y las burocracias tampoco se suicidan. No habrá Gorbachov Segunda Parte. Se insiste en un vago proyecto de sucesión dinástica que ya nadie cree viable. Y para forzar desde abajo una transición radical, haría falta el 70”1% de la desesperación. Situación poco predecible: Primero: Opera aún el “síndrome del líder” (una porción aún cree; la equivalencia Fidel=Socialismo=Patria, reiterada durante 40 años, ha calado hondo). Segundo: La idiosincrasia del cubano, que sólo llega a la sangre in extremis. Tercero: El temor de muchos a la alternativa Miami en caso de desplome. Y Cuarto: El ejemplo ruso, donde los menos aptos están peor que antes. Para los cubanos mayores de 50 años el horizonte pos fidelista se barrunta negro, un capitalismo más cerca de Haití que de Suecia, desguarnecido de las (ya precarias) conquistas sociales. Los más jóvenes prefieren huir al “paraíso”, antes que intentar uno propio. El resto, espera. Ojalá no sea por mucho tiempo. Podríamos heredar un país que no nos pertenezca.

Cuarenta años después de aquel primero de enero de 1959, Cuba es un país monocultivador y monoproductor (más de la mitad de las tierras dedicadas a la caña, aunque el azúcar ha sido superado por las remesas de los exiliados), con 0,3 reses por habitante, escasamente industrializado -a pesar de cierta infraestructura industrial-, sin analfabetismo, con una población sana y altamente calificada, con redes educativa y de asistencia médica suficientes en cantidad y aceptables en calidad, aunque huérfanas hoy de medios; un país que exporta azúcar y concentrados de níquel e importa hasta los más elementales bienes de consumo; un país que ganó en tres decenios otro sentido de la dignidad y el orgullo nacionales, y lo pierde un poco cada día en la picaresca de la miseria; un país que el turismo (300 millones de dólares por año) y la subasta de su economía, van amaestrando en el servilismo a lo extranjero (en especial a lo yanqui, corroborado por el espejo de Miami y la oferta televisiva de enlatados norteamericanos); un país con una balanza de pagos negativa, una deuda externa de $US10.000 millones (más 24.000 con la antigua URSS) y una reserva de divisas estimada en el 1% del volumen de su comercio exterior; un país donde once millones tienen derecho a votar por un candidato o por el mismo. Otros dos millones ya han votado con los pies, o con los remos. Un millón de inmigrantes en medio siglo, se han convertido en dos millones de emigrantes durante la segunda mitad. Y una macabra procesión de cadáveres que vagan por el Estrecho de la Florida.

¿Será el socialismo el camino más largo entre el capitalismo y el capitalismo? Quizás. El país que se nacionalizó de punta a cabo, se anuncia hoy en liquidación hasta fin de existencias. El país estatalizado, se privatiza. El garito del Caribe que reeducó a sus prostitutas, es hoy destino del turismo sexual. Los gusanos que huyeron ayer, salvan del hambre hoy a los que se quedaron. La ciudad que construyó La Habana del Este para desactivar el tristemente célebre Barrio de las Yaguas, esperará el milenio con la mitad de sus viviendas en mal estado (251.000), 175.000 inhabitables, de las que 100.000 se perderán sin remedio. Y en el país más antiimperialista y anti yanqui del planeta, un billete de Washington vale por veintidós de José Martí.

La Cuba que construyó hace cuarenta años una Revolución “verde como sus palmas” (o verde como la sandía), es hoy una Isla tricolor: sobre el fondo rojo de la desvaída economía estatal, cuyos asalariados a 1,500 pesetas por mes pedalean sus bicicletas y Resisten como pueden la crisis, apelando con suerte a las remesas de sus parientes que un día optaron por Remar; aparecen los islotes del capitalismo para extranjeros, verde dólar, y todo ello sobre el fondo negro de la economía sumergida, la omnipresente bolsa negra, donde la picaresca es ley, y Robar, mero ejercicio de supervivencia. Es decir, tras la Era del Entusiasmo y la Era Dorada, aparece lo que un cubano llamó La Era de las Tres Erres: Resistir, Robar o Remar.

“Cuba: La era de las tres R”; en: AlSur, n.º19, Jaén, España, marzo-abril, 1995, pp. 44-46





Devaluaciones

30 06 1993

La Habana, año 1970: La boda de un amigo. Cuando aparecí, las madres y vecinas que entonces no eran para mí más que “personas mayores” cuchichearon en los rincones a causa de mi pantalón de mezclilla que me habían dado para cierta jornada de trabajo en el campo, un pulóver algo desbembado y mis únicas zapatillas (sin medias) —ni siquiera sospecharon que de otra pieza íntima también carecía—. También carecía de intención snob. Carecía de ropa. De todos modos, la socialización de la miseria (que entonces era abrumadora) lo hacía más llevadero: todos andábamos más o menos igual de desastrados. Ningún Levi’s o Florshane nos echaba en cara nuestro ripierismo. Pero ya entonces, como es natural en toda economía de guerra, con racionamiento y escaseces, había asomado el mercado su cara negra: Una cajetilla de cigarros a veinte pesos o un pantalón (usado) en 100 .
Y pasó el tiempo y pasó… que el racionamiento se entronizó en Cuba, no como una circunstancia coyuntural, sino como un modus vivendi que ya cumplió tres décadas —tiene carné de identidad, responsabilidad penal, derecho al voto— y nos fuimos habituando a convivir con él. Del sacrificio necesario para conseguir metas que se fijaron para el 70, con sucesivas posposiciones, pasó a engrosar esa materia gris de lo cotidiano. Y como la tensión heroica, sostenida por una ética férrea, es, por fuerza de la humana extenuación, un estado transitorio, convivir con el racionamiento consistió a medias en sobrellevarlo y a medias en burlarlo, más cuando ya el racionamiento hacía agua (asignaciones y auto asignaciones de bienes estatales, viajes a convenciones y shopping centers).
Para el hombre común, que no disponía de medios más o menos lícitos de hurtarle el cuerpo a la escasez, sólo quedaba una vía: el mercado negro, que en Cuba se conoce familiarmente como “la bolsa negra”. Desde pantalones hasta automóviles, café y apartamentos, todo empezó a ser objeto de esa empresa comercial sin fronteras. Los viajes de la comunidad cubana en Estados Unidos descorrieron el telón del consumo para una gran masa de la población enajenada hasta entonces de la quincallería contemporánea, y el proceso creció a galope.
Incluso la apertura del mercado paralelo  (1980) —casualidad o respuesta, sucedió inmediatamente después del éxodo de 125.000 cubanos por el Mariel— asumió los precios de la bolsa negra (pura ley de la oferta y la demanda), confirmando su pragmática. Y si para cualquiera es posible eludirla en la región discutible de lo superfluo, puede que una cifra cercana al 100% de los cubanos adultos haya tenido que carenar alguna vez en las interioridades oscuras de la bolsa. Unos sacos de cemento para que el techo no les caiga a mis hijos en la cabeza; una arroba de malanga, porque el niño no tiene qué comer, un par de zapatos, porque ya el hueco ocupa toda la extensión territorial de la suela, o… Ejemplos sobran. Y se va entronizando una espiral, porque la grabadora de $500 no se puede arrumbar al closet por falta de una liga que la economía estatal no fabrica y el tallercito privado expende a 10, 15, 20 pesos. (¡Un robo! —exclamas, pero la compras. Qué remedio. Y así florecen fabricantes clandestinos de casi todo, comerciantes, intermediarios y fauna subsecuente, gracias a que el racionamiento les ofrece la clientela en bandeja de plata, la red comercial no opone ni un amago de competencia y la suma de dos factores —la apertura visual del cubano actual hacia otras latitudes del confort, y el incremento abrumador del nivel de instrucción, con la aparición de expectativas superiores de vida— crean la necesidad de un incremento en el nivel y la calidad de la vida que el racionamiento, con su esquema más o menos igualitarista, excluye.
Se aspira (en términos de paradigma ético) a un hombre ajeno a estas apetencias, pero los parámetros conductuales de la sociedad sólo cambian muy lentamente y al compás de las circunstancias. Y no es precisamente el hambre el mejor camino para fomentar la falta de apetito.
Si es punible toda incursión en el mercado no oficial, todo servicio recibido por un particular sin licencia o con ella pero con materiales que sólo por caminos aviesos llegaron a sus manos, todos o casi todos los cubanos somos condenables por receptación o delitos peores. Pero las cosas se complican.
El desmantelamiento del mercado paralelo y el recrudecimiento del racionamiento (Período Especial mediante y por causas que todos conocemos: inoperancia histórica del esquema económico implantado por el gobierno, desplome de las favorables relaciones con el ex campo socialista y embargo norteamericano, en ese orden de importancia) han abierto aún más el campo a este sector clandestino (a veces no tan clandestino) de la vida que podríamos llamar “la vida negra”. Al desaparecer de las vidrieras los huevos o los flotantes de baño, el pan y los caramelos, se suman, con cientos de otros rubros, a sus predios. Y se sigue cumpliendo que donde hay demanda, aparece la oferta. Los precios crecen en estampida, el dólar alcanza los 80 pesos , la prostitución ni se recata y se empieza a dar un contrasentido: en el país socialista y antiimperialista por excelencia, resulta imprescindible poseer la moneda de su más encarnizado enemigo no sólo para adquirir textiles y plásticos asiáticos, sino para alimentarse, para sobrevivir. Como si el brasileño cobrara en cruzados su salario y tuviera que adquirir sus artículos de primera necesidad en yenes o libras esterlinas. Dado que el peso cubano es moneda libremente inconvertible, las vías de obtención de los dólares son abrumadoramente tortuosas, por no decir ilegales. Pero entre el delito y la indigencia proteica, la mayoría apuesta por las necesidades primarias.
La inflación galopante —el salario de un ingeniero alcanza para 15 cajetillas de cigarros, o 2 pollos, o un par de zapatillas de tela, o poco más de medio jean, o 6 libras de carne de puerco— crea una imperiosa necesidad de dinero, no ya para incrementar el nivel de vida, sino para subsistir. Se podría prescindir de un Levi’s pero no de un plato de comida. De ahí que cada cual lo obtenga empleando los medios a su alcance: reventa de productos asignados por el racionamiento, o el ingeniero que discute a brazo partido una plaza de mesero para agenciarse unos dólares de propina, o los torneos de zancadillas para obtener un viaje a las redes comerciales de cualquier país más allá de las costas.
Pero aún más: cunde la desviación de recursos que el Estado no cuida con demasiado rigor; quien puede prestar un servicio lo encarece hasta los límites pagables (siempre quedan más lejos de lo imaginable), la compra venta, el mercadeo y los intermediarios cunden, y la necesidad, a fuerza de imperiosa, va defenestrando a los ciudadanos hacia el vórtice de esa tromba de ilegalidad compartida. Si las incursiones son al inicio tímidas, se van haciendo más decididas en la medida que de ellas depende el yantar cotidiano, la necesidad impostergable, la supervivencia. Bueno, esa es la vida —dirá alguno (con razón)—, ¿y qué?
¿Y qué? Eso mismo me he preguntado desde hace mucho tiempo. Resulta que toda sociedad tienen sus códigos, sus valores, su moral, su legalidad y su ética. Si los valores, la ética social y la moral continúan rezando que el sacrificio y la conciencia, el trabajo abnegado por un ideal, la más estricta honradez en el ejercicio cotidiano, son el paradigma; pero, al propio tiempo, las necesidades más rasantes te obligan a transgredir todas las normas, a receptar lo que otro robó, a cenar con lo que alguien sustrajo (y ni preguntes, que eso es mala educación), el resultado es que las fronteras entre lo moral y lo inmoral, entre lo legal y lo ilegal, se van difuminando, hasta que las coordenadas éticas y conductuales de la sociedad se van convirtiendo en algo borroso, intangible (o inalcanzable) en los cursos de moral y cívica. A eso se añade la discriminación turística hacia los cubanos que la iniciativa empresarial de muchos funcionarios ha puesto en marcha con entusiasmo, desvalorizando nuestra moneda y nuestra nacionalidad, con su consiguiente secuela de sobrevaloración de lo extranjero, la actitud mendicante de los más indignos y la humillación de los otros, incapaces de explicar por qué los billetes que retribuyen su sudor y su talento se van convirtiendo en moneda de utilería, pura celulosa pintada.
Si sumamos todos esos ingredientes, no sólo obtenemos la devaluación del peso y del nivel de vida, sino también la devaluación de nuestra dignidad, de nuestra ética, de la moral ciudadana que han conformado siglos de sangre y sueños por instaurar las coordenadas de la cubanía, decenios de sacrificio por defender nuestro derecho a la historia, durante los cuales comenzamos deletreando el abecedario y concluimos por abrir las puertas anchas de la instrucción y la cultura. La lección de la cotidianía —más poderosa que todos los manuales— no puede ser que el trabajo honrado se constituya apenas en una definición social de la conducta y no en el único medio aceptable (en teoría y práctica) de subsistencia, con el orgullo de quien cena lo que sudó. Ni que el decoro sólo se adquiere mediante un pasaporte. Si la devaluación de la moneda puede estar sujeta a los sobresaltos de la bolsa de valores y recuperarse en meses o semanas o años; la devaluación de la dignidad —que se fragua con la abnegación de un parto— es la más difícil de recuperar; porque se paga con esa moneda tan delicada que son los hombres.

1993