Los tomates radioactivos dan mal sabor al gazpacho

30 03 1997

José Viñals, poeta-editor-narrador argentino-colombiano-español,

como gustaría definirse, se encargó durante

muchos años de la revista AlSur, instaló

en la calle Hurtado sus proyectos y sus sueños,

a los cuales robé una dosis de tiempo para

practicarle esta entrevista. Hace pocos meses

reside en Madrid, pero algo de él

se niega a abandonarnos.

 

 

 

 

 

«Los tomates radioactivos dan mal sabor al gazpacho», fue el primer graffiti que leyó en 1979, a minutos de su arribo a España, el poeta José Viñals, en el pórtico de un puente. Nacido en una chacra argentina, de padres y abuelos españoles, en su ambiente natal se hablaba el castellano de España, no uno de los tantos castellanos que se hablan en Hispanoamérica, de modo que venía, no a descubrir un idioma (a los efectos de la literatura, toda oralidad es un idioma cuya sintaxis, sobreentendidos y fórmulas dialectales marcan la escritura), sino ávido de corroboraciones lingüísticas. Aquel día de 1979, ya José llevaba a sus espaldas dos volúmenes de poesía, una novela, un libro sobre diseño gráfico, varios ensayos y diálogos sobre arte, todos publicados en Buenos Aires, donde en breve aparecería también Miel de avispas (relatos). Aquel día de 1979, ya había cursado 49 años de libros, sueños, amores y desamores, es decir, tres hijos, y dos vidas transcurridas en Argentina y Colombia, respectivamente. De modo que inauguraba su tercera vida, que desde 1982 discurre en este piso de San Ildefonso, el barrio más bello de Jaén. Este piso que tras la puerta esconde la sonrisa siempre disponible de Martha, su esposa, cuyos tapices enjoyan las paredes. Entre ellos, como entre paisajes de asombros, continuamos hasta el sitio de recibir: la cocina, por supuesto.

Parapetado tras sus papeles, José entona su acostumbrado «Hola, querido», con esa voz espeleológica ─gravedad de improvisador de blues, no de capataz de plantación antillana─. Y no empezaremos la entrevista sin que la botella de Torres esté presente y las copas ajusten el tono preciso de la conversación. Porque le confieso que no intento hacerle una entrevista. Sólo quiero saciar ciertas curiosidades y, ya de paso, servir de médium a los lectores. Como si escucharan tras la puerta nuestra conversación. Y por ello me he tomado la libertad de no acotar los diálogos. El grado de sabiduría bastará para indicarles cuáles pertenecen a José Viñals.

 

A pie descalzo

─Lo primero que me he preguntado al conocer tu obra, José, es cómo definirías tú el lenguaje, dado que en ti confluyen varias oralidades, varios modos de ejercer el castellano. Más aún, cómo se han integrado esas diferentes culturas en tu obra.

─No he tenido problemas de integración. Lo lingüístico ha sido para mí una gran curiosidad artística, de modo que un nuevo país no me provoca descentramiento, sino remoción profunda y avidez. No hablo de contaminación, sino de impregnación; aunque también es posible que haya contaminación. Yo he procurado conocer la lengua de todo el orbe hispano. Después he ido estudiando problemas estilísticos de la lengua, y otros de mayor envergadura: culturales. Pero no siempre la integración está exenta de conflictos. Por ejemplo, escribí hace algunos años un poema sobre un joven colgado de las vigas del techo, vestido de traje y corbata, y uno de sus pies iba sin zapato, enfundado en un calcetín blanco, pero yo no podía escribir las palabra calcetín, propia de esta cultura, ni la palabra media, como me dictaba aquella, porque aquí media es una prenda femenina. Elegí entonces la línea cobarde, al precio de distorsionar la imagen artística: le quité el calcetín y puse el pie descalzo. Ese tipo de cosas te plantea el tema de la integración cultural. Hoy no vivo la penosa condición del extranjero, y tampoco artísticamente. ¿Debilita eso mi condición latinoamericana? Posiblemente. Pero es así.

─Creo que ante todo somos ciudadanos del planeta.

─Yo tengo tres países: Argentina, Colombia y España. De Argentina y España soy ciudadano. De Colombia no pude, pero quise. Tengo en edición mi Poesía Reunida: siete libros que yo he seleccionado, en tres tomos: poesía escrita y publicada en Argentina, en Colombia (69-72) y en España, respectivamente. No he estado interesado hasta ahora en publicar en España obras de narrativa hechas en aquellos años, sólo poesía, que es lo que me gustaría hacer en los años finales de mi vida.

─Aunque tampoco hay que ponerle camisa de fuerza a la imaginación. Los argumentos, las ideas, vienen con su propio procedimiento artístico.

 

Un acto de obediencia

—No me olvido, pero el acto de escribir poesía es cuasi involuntario, un acto de obediencia a ciertos procesos de la interioridad. En cambio, el ejercicio narrativo es volitivo. Y yo no tenía el empuje interno para escribir prosa. No lo tengo. Fue una estrategia artística para alcanzar una forma de comunicación. El éxito que tuve como narrador fue un fracaso artístico, personal. Distinto a lo que me proporciona la poesía, que disfruto y siento. Soy un buen diseñador gráfico y editorial, un magnífico técnico. Tengo un gran oficio y conozco el libro como pocos. No puedo, en cambio, decir lo mismo de mi ejercicio como artista, aunque crea en ello más que en cualquier cosa en la vida. Porque entre otras cosas el motor que me arrastra es la averiguación. No me interesan tanto los resultados artísticos como la averiguación.

—Es lo más interesante. Como entre hacer el amor y hacer un hijo. Lo primero es más interesante.

—Sin dudas. El hijo es contingente. El amor es esencial.

 

La universidad horizontal

—¿Cómo han confluido en ti las distintas artes que tú asumes y ejerces o amas? La plástica, la literatura, el diseño, la música. ¿Ha habido avenencias, desavenencias, complementaciones, divorcios, matrimonios?

 

—Yo he sido extraordinariamente afortunado. Precozmente me puse en contacto y asumí mi naturaleza artística con todas sus consecuencias. Todo me llevaba a ello. Mi primer poema ocurrió a mis nueve años, un día que estaba cabalgando en la finca de mis abuelos. Y decidí que no otra cosa quería hacer en mi vida. Aunque haya cursado varios años de Derecho, sabía que para mí la universidad no era la vertical sino la horizontal: estudiar arquitectura en la arquitectura, historia de las artes en la escuela de artes, música en la escuela de música. De modo que no terminé una sola carrera. Exploré. Toco malamente un instrumento. Estudié cine. Me metí en el diseño, y a poco de estar en ello supe que sólo me interesaba el diseño del libro. Como hoy sé a ciencia cierta que lo único que me interesa es escribir poesía en mis últimos años. Yo provengo de la poesía y es algo que he decidido.

 

¿Y eso se puede decidir?

A lo mejor tengo que desobedecerme, pero lo he decidido. Yo abandoné el ejercicio puro de la poesía, pero no abandoné la condición poética en el tratamiento del material lingüístico y eso es lo que ha contaminado toda la prosa que he escrito. Una prosa perversa, no genuina. Y ha dejado de interesarme. Para explicarlo tengo que remontarme: Yo nací y crecí en un país latinoamericano dependiente, donde la labor del poeta era siempre una labor oscura, sin eco editorial, sin respuestas sociales. Mis contemporáneos alcanzaron un reconocimiento internacional como narradores. De modo que empujado por fenómenos externos sentí el desafío de dedicarme a la narrativa. Eso forzó mi propia visión del arte y de la literatura, por la que he sentido un «santo» horror. Tengo la convicción de que hay una serie de escritores que no tienen puta idea de lo que es el arte, y por ello cuentan cosas, describen cosas, pero no se internan en los mundos cargados de significación espiritual. La preocupación por la poética descansa en una investigación formal y conceptual (no hay arte sin investigación), lingüística. No a la manera del filólogo ni del gramático, sino a la manera del poeta y el escritor.

 

Adjetivas y narrativas

—¿Ello incluiría la investigación intuitiva, esa capacidad del oído para captar y seleccionar…?

—Por supuesto, y relacionar con otras artes. Yo he tenido una gran preocupación por todo el universo de las artes, pero sobre todo por la pintura y la música. Ambas las he estudiado, y dependo mucho de la música. Es un código que he podido decodificar. Toda mi obra responde a una elaboración artística, al estudio del material lingüístico, hecho con un criterio estrictamente artístico, no científico. Y sobre eso una primera lección fue la lectura del chileno Vicente Huidobro que dice: “Hago una elección para toda mi vida como artista: el adjetivo que no da vida, mata”. Segundo: También tempranamente leí a uno de mis maestros, el poeta Rimbaud. Cuando leí su Temporada en el infierno, en las primeras palabras del libro encontré una especie de dedicatoria: “Para aquellos que aprecian en el poeta la ausencia de facultades narrativas y descriptivas, ofrezco estas hojas arrancadas de mi cuaderno de condenado”. Fue una marca para mí, que eludí durante años las búsquedas narrativas y descriptivas. Y eso es como retorcerle el pescuezo al material literario.

—¿Y cómo le retuerces tú el pescuezo al material literario en tu obra?

—Yo invitaría a un lector curioso, si se encuentra con mis materiales, cosa no fácil aquí en España, a que observara la presencia de la luz o del color en los textos, porque hay cuentos donde no hay un solo elemento de color, como pintura medio tonal, la preocupación por la luz, por la estructura, por la construcción verbal, por descifrar, a través de los materiales, ciertos enigmas que son de la vida social e individual. Eso ha sido una preocupación central a lo largo de mi vida. Y eso se tiene que conectar con otra cosa. Es sorprendente para mí que la revista Kilómetro 0 se interese por entrevistarme, cuando fuera de este medio (donde sí soy una persona conocida y creo que reconocida) me conoce poquísima gente. Porque prácticamente no he publicado en España, donde he tenido una actitud recoleta, recogida, sin conexión con los medios intelectuales, y dedicado al trabajo del artista.

—Ha habido en la literatura latinoamericana una tendencia a trasponer a la experiencia literaria una militancia social y política, dando frutos de todo tipo: desde dulcísimos a patisecos y amargos. ¿Ha tentado tu militancia social y política, que la ha habido y grande, el terreno de tu literatura?

—Diría que en lo esencial sí. No es exactamente lo político. Es más serio. Por razones de formación, yo desde muy temprano fui miembro activo del Partido Comunista, y me sentí un hombre de formación marxista y estudié sus estéticas, que no me interesaron. Pero sí apareció muy tempranamente en mí una clara conciencia de clase, que responde a mi origen popular: artesano por la parte de mi padre, que era panadero, de mi madre, que era costurera, o de mis abuelos, que eran campesinos pobres. Creo no haber eludido nunca los marcos estrictos de mi clase. Y no me he ocupado de otras clases que no sea la mía, con sus contradicciones y deformaciones, buscando la verdad íntima de esa clase. Por tanto, más que una naturaleza política del material que vuelco en mi obra, hablaría de naturaleza ideológica. El acontecer político en sí no cabe en mi obra, porque por una parte no he trabajado con lo contingente, y por otra, he creído que la labor del artista es la creación de una sociedad nueva, lo que implica un arte nuevo. Y suscribo absolutamente el arte de las vanguardias, aunque algunas estén investidas de vanguardia y sean rigurosamente retaguardia.

 

Vanguardias y retaguardias

—Siempre es más sabia una adhesión al espíritu de las vanguardias que una adhesión en bloque. Lamentablemente, muchas vanguardias han creado retóricas que a la larga se han consumido a sí mismas.

—Los que nacimos y crecimos en el ámbito sudamericano, hemos crecido en un ámbito culturalmente dependiente. Esa dependencia, en mi caso, como hombre de la cultura con algún prestigio entonces en Buenos Aires, significó estar al tanto de los movimientos culturales del mundo, preponderantemente europeos. En mi caso, yo me descubro adhiriéndome fuertemente a un movimiento de vanguardia que en ese momento tenía un gran poder revulsivo, yendo de Europa a Hispanoamérica: el surrealismo o el parasurrealismo. Con ello, la introducción de ciertos procesos creativos, como, por ejemplo, el automatismo, que yo prontamente puse en su sitio dada su importancia. Creo que ciertos procesos automáticos, cuando se deja fluir libremente el inconsciente, rompe censuras seculares, un sistema, un stablishment literario, y no sabes a dónde puedes llegar. En la década de los cincuenta reflexionamos mucho sobre la frase de Jung: «Goethe no es el autor de Fausto. Fausto es el autor de Goethe». Es decir, el artista penetra en el inconsciente colectivo y si tiene talento, suerte, percepción y cojones, puede que recoja y haga aflorar los arquetipos del inconsciente colectivo. Yo creí que esa era mi aventura en la vida. Aunque fui un apasionado lector del Quijote, mi modelo no era Cervantes. No quería escribir como Cervantes, sino que me ocurriera lo que le ocurrió a Cervantes: poder percibir el arquetipo quijotesco. Creí que ese era el papel del artista.

 

El llamado boom latinoamericano…

—El don de la popularidad no es bueno ni malo per se. Ni un escritor de grandes tiradas es bueno o malo por ello. Y viceversa. Y eso me trae al tema del boom. España se convirtió en el gran trampolín de la narrativa latinoamericana, y cuando el proceso entró en meseta, la industria editorial se quedó con hambre. Aparecieron, es cierto, importantes escritores españoles, pero no bastaba. Y se vieron un poco en la necesidad de fabricar e imponer al público escritores de dudosa calidad y grandes tiradas.

—Lo tengo claro. Lo que tengo oscuro es que no hay más coñac, me cago en… —José encuentra en la alacena una botella de DyC, y tras conformarnos con él, a pesar de que no es santo de su devoción, reanuda el asunto del boom latinoamericano, que en varias ocasiones hemos tocado—. Un fenómeno comercial tiene poco que ver con la auténtica curiosidad de los artistas y los intelectuales europeos hacia el arte que se produce en otras latitudes. Es típico del arte el que se busquen productos de otras culturas y que en cierto momento incluso se mitifique y totemice. El caso del boom latinoamericano es, al menos, el segundo, sino el tercero en este siglo. El primer boom fue el del modernismo, que invadió España con una obra latinoamericana y una estética francesa. Posteriormente, la invasión de Neruda, Vallejo y Huidobro…

—Figuras puntuales, no un gran movimiento como el de los 60 y 70.

—Un boom comercial.

—Sin restarle su importancia artística.

—Por supuesto. Aquello era una cosa exótica, lo cual siempre ha tenido un gran encanto para Europa. Y el boom no fue sólo una atracción por lo que hacían los escritores latinoamericanos, sino por lo que ocurría en Latinoamérica: un fenómeno rupturista que tuvo éxito internacional y provocó una remoción de las estructuras artísticas.

 

Arcones y galeones

—Tú hablas de constreñir, de limitar tu paleta como un medio para la consecución de un resultado artístico determinado. Yo he notado en tus relatos una supeditación de lo propiamente narrativo a la pirotecnia del lenguaje. ¿Es una constante en tu narrativa?

—Absolutamente. El texto literario es un acontecimiento real, más allá de los acontecimientos que transporte. Una realidad concreta y mensurable, una criatura autónoma que se añade a la realidad de la vida, y que vive esencialmente por su forma. En mis exploraciones de las zonas oscuras, me parece que siempre he retornado con un rico trofeo verbal, y a veces he perdido por ello otras cosas fundamentales. Me sumergí en busca del galeón y quizás en su lugar me traje el arcón con las chafalonías. Por eso quizás nunca sea un buen narrador.

 

Voces de luz y sombra

—Creo que cada escritor es una o muchas voces. Hay escritores capaces de varios registros y otros no. Y creo que más allá de la sencillez o complejidad de la transmisión que uno produce, lo importante es darse cuenta de cuál es nuestra propia voz, y respetar esa voz. De ahí dimana la autenticidad de la obra. No hay textos fáciles o difíciles, todo es contextual. Flaubert fue escandalosamente difícil en su tiempo. Pero la literatura no es circunstancial, es histórica. Hoy, Madame Bovary es lectura de amas de casa.

—Llevas toda la razón. Pero el respeto por la propia voz incluye su cuestionamiento. Durante años de torpeza mía y oscuridad, yo he sido sirviente de mi voz, no he sido un buen crítico de mi voz. Caí en manierismos, en imitaciones de mi propia voz. Soy consciente de que, sin darme cuenta, sin poderlo evitar, se me elitizó el lenguaje, se hizo arduo el material que producía, de difícil lectura. Eludí las fórmulas populistas, que siempre me olieron a fascistas. Yo decía: obra literaria popular no, la literatura requiere rigor, requiere trabajo. No se puede leer como quien consume una peliculita de tres al cuarto. Yo jamás he tenido el talento de lo popular, pero estoy a tiempo para adquirirlo. Milagro a milagro, el poemario que estoy escribiendo, es lo más transparente que he hecho en mi vida, incluso en términos gramaticales y sintácticos. Aún así, la esencia de ese material sigue siendo inasible y oscura. Si uno profesa una vanguardia tiene que correr el riesgo de trabajar con códigos que todavía no han sido formulados y mucho menos decodificados. Para ello es imperioso que el artista de a conocer su obra. Yo no lo he hecho. No he sido un buen defensor de mi obra, por razones diversas de mi vida…

—Que además de escribirla, hay que vivirla.

—Y en muy buena hora. Pero hoy sí estoy interesado en que mi obra se edite y se difunda. En pequeña escala, porque yo nunca seré un escritor de best sellers. Me llevó muchos años de fracasos escribir mi novela Padreoscuro. Fue finalista en el Planeta-Ateneo de Sevilla. Pero el editor, cuando le mando el libro, aún con este aval, me lo devuelve sin explicaciones. Y lo entiendo. Mi novela, si un día se editan 5.000 ejemplares, ya será un milagro.

 

Novela que saldrá, para suerte nuestra, como su monólogo Escombros, oloroso aún a tinta fresca, su tomo de relatos Ojo alegre y viejísimo, que publicara en el 86 en Jaén, y los que próximamente aparecerán: Cinta magnética bordada (relatos), Animales, amores, parajes y blasfemias (poemas), así como el volumen de «fragmentos» (es su definición) Si breve.

Y el lector, que permanecía tras la puerta escuchando esta conversación, se aleja convencido de que este periodista podría estar preguntando a José días enteros, sonsacándole secretos. Y que José Viñals podría develar muchos más misterios, con tantas buenas palabras que dan un exquisito sabor a la literatura, exenta de tomates radioactivos. O mejor, develar la existencia de los misterios y conservar su naturaleza enigmática. Pero tendrán que leer en los silencios, que hasta una entrevista los tiene, después de la última copa y el último Ducado, tras el «Chao, querido» y la sonrisa de Martha que queda pospuesta hasta mañana por la puerta que, suavemente, se cierra a mis espaldas.

 

“Los tomates radioactivos dan mal sabor de boca”; en: Diario de Jaén, España,30 de marzo,1997, pp. 37-38.

 





Ese enorme país (cuento del libro Los amados de los dioses)

29 08 1987

                                                                                                A Silvina Stamponi

Acabo de entregarle el silencio. Hasta ahora no supe que lo traía conmigo. Y el mínimo gesto de la entrega apagó el cabeceo de las hojas al viento, las voces y los ómnibus, los insectos, las fábricas, los gorriones, los niños. Busqué al azar, porque la muerte y el silencio —dos parientes antiguos— viven en la trastienda de las radiofotos, muerden en las mayúsculas. Los encontré feroces, esperando, en la esquina de la última página.

Enrollé entonces el diario, enrollé el silencio y la muerte, y anduve con ellos en el bolsillo, enmascarados, haciéndose los inocentes. Soñé comprar todos los diarios, alimentar incendios; pero habría sido en vano. Ellos le saltarían desde las pantallas, aullarían por cada bocina o vendría un comentario de vecino con la muerte por dentro.

La llamé. Atravesamos (la muerte y yo) esta ciudad aterida de enero, para encontrar a Silvia, para que rastree ahora las palabras mientras nos sumergimos en la parte más honda del silencio.

La Paz. 27 de enero (AFP). Los restos de la mayoría de los desaparecidos argentinos se encuentran en el fondo del mar…

Sus ojos van de un renglón a otro: sinsontes inquietos que encontré cierto verano. “¿Te gusta el mar?”. “Me gusta”. “Lástima no ser mar”. Y salimos de puerto izando las canciones. Ocho días nos quedaban por delante en esa isla de babor a estribor, de proa a popa. Ocho días para llenarle el aire con el amor que iba creciendo dentro, para que naufragara en él y recibirla en el fondo de mí.

…dentro de camiones cerrados (containers) que fueron llevados a algún punto austral por tres buques de la Armada.

Casi pierde la espalda cuando le unté la crema, porque tenía miedo de poner la suavidad en los dedos, equivocarme y que fuera ternura a la escuelita número 29 de Barrio Morón, donde fue la alumna más difícil de su madre, que consolaba después sus rigores de maestra, camino de la casa: “Mamá, mamá —pedía— comprame la suerte”. Y ella pagaba un boleto al viejo tano a cambio de caramelos, figuritas de plástico, hebillas para el pelo. Después atravesaban los canteros de siemprevivas, glicinas azuladas de flores, pensamientos; hasta el blanco chalet del librero que un día se cayó con retumbe de sismo para mostrarle, chica aún, el poder de la literatura subversiva que esconden las paredes

…los restos de otras víctimas se hallan en cementerios clandestinos y en una cárcel provisional que se instaló en Villa Carlos Paz…

Frente al faro Roncalli, a poco menos de un kilómetro, habían anclado el barco. “Vamos a nado” —le propuse—. Y me aceptó (o se aceptó) el reto. Fuimos un hambre de recuerdos suspendidos entre el fondo y el cielo, entre el barco y  la playa. Un kilómetro: la calesita de avenida Libertador y las mudanzas perpetuas de Chacarita a Paternal, de Boedo a la calle Nazca en Barrio Flores; donde su padre abrió un negocio de reparar televisores para ocultar el verdadero negocio de reparar la patria. Ochocientos metros: el Gordo Carlos haciéndose elefante de carga para que ella lo cabalgara, hablando de mulatas (“¡Ah, mulatas!”) y riéndose de que en Cuba cogiéramos las guaguas, los vasos, los cuadernos (“son capaces de coger cualquier cosa”). Y Marta: “Carlucho, por favor, que la niña…”. Pero la niña andaba por el tercer planeta de El Principito, ajena a los coger por tomar. Y ahora me burlo yo de que tomen los ómnibus como agua, autos como coñac; de las atragantadas que se darán tomando un tren. Quinientos metros: su primer viaje a Cuba en 1977. Ciudad Libertad, la pañoleta de pionera, el abuelo Manuel que fabricó para ella  todo un zoológico con semillas del monte; la escuelita de Higueras, el Che y saberle al padre (risa, chiste, ojos azules, sueños) saberle hombre de lágrimas y un silencio tan espeso como éste.

…donde con explosivos de alto poder fue sepultado todo el campo de concentración.

Cuatrocientos metros hasta el barco anclado frente al faro Roncalli: su padre abandonando la universidad porque “es más importante construir pueblos que camiones”. Su padre preso en Jujuy, torturado en Villazón, prófugo en Córdoba; entrenándose duro para que los mineros de Cochabamba no duraran treinta y cinco años ni engañaran con coca el hambre milenaria.

Trecientos metros hasta el barco: los cuentos que escuchó cierta vez al Congo Vázquez tras la puerta entornada, mientras ellos la creían dormida (“un beso, mami; un beso, papi; hasta mañana”), de las cárceles Fronterita y Las Mesadas. Los esposaron en parejas desde Brigada Guemes a Famaillá, arrodillados y manos a la nuca en el piso de un avión de transporte. Los milicos que dieron ley de fuga a Barcanni y Mendoza. Los tiros se escucharon en el patio y después declararon a la prensa que un comando trató de rescatarlos. Los palos, la picana, el submarino con jabón en polvo y un médico calculando la inmersión por el pulso, mientras se ahogaba dentro de la pileta. Las quemaduras de cigarrillos en los muslos fueron lo demasiado y ella gritó y tuvieron que acostarla entre Giarcarlo y Marta esa noche y cuentos van y cuentos vienen, príncipes, princesas, encantamientos, y palabras y manos en la frente, para que huyera de su infancia el espanto.

…un lugar que se llamaba el Olimpo, donde se seguía un proceso sumario y se les ejecutaba.  

El barco ya a cien metros: en el Chile de Allende, su madre preparaba berres en bolsos y maletas, contrataba las casas y hacía las fachadas al Partido. Silvia salía por las tardes de compras con sus cupones de la Canasta Popular, aunque entre la escasez, la bolsa negra y los acaparadores, no había qué.

Y subimos por fin a la cubierta: cuando sostengo la escala, la alzo por ella hasta la borda y se desploma bajo la toldilla de proa, rígida como ahora, agarrotada de cansancio (hoy es el miedo y anda suelta la muerte). Le di masajes en las piernas y los brazos, aflojando la fatiga. Hoy no podría (aunque quisiera) aflojar su dolor con el masaje de mis ojos. Cada renglón viene cargado de palabras que atraviesan como balas sus ojos.

Había varios Olimpos y el grueso se hallaba en Ushuaia, donde en un momento hubo hasta 10 000 combatientes.

Anochecía más allá de las ocho. Ella y yo a la expectativa sobre la arena mientras, despacio, se acercaba a las aguas del golfo el sol rojo y enorme. El hervor de la mar (menos escuchado que supuesto) cuando se zambulló. Como se zambulleron ellos, uno tras otro, en la extensa rojez de su tristeza: Braulio dinamitado con otros periodistas en el kilómetro veinte de la carretera a Mar del Plata; Carlos incinerado en Chuquisaca; la foto de Soler ahuyentándole el sueño una y otra noche; Fabiana, Antón, Odalys. Sacudí suavemente su pelo, pero los muertos no caen como frutas y sólo se pudren en la tierra, nunca en la memoria. Se repliegan, eso sí, cuando la piel viene a la piel, se abren los besos y así la noche entera entre la arena y las estrellas.

…fue instalada una cárcel provisional al pie de unos cerros, los que, al ser dinamitados, la sepultaron totalmente con más de mil personas adentro.

Sollozaba muy quedo cuando me desperté. “¿Qué te pasa? Dímelo, anda”. Se había soñado en el septiembre de Santiago de Chile, haciendo aquella enorme cola en el minimax, organizada a tiros por los carabineros. Vio pasar de nuevo los camiones cerrados. “Del Cordón Industrial” —comentó alguien—. Milicos a ambos lados con medio cuerpo fuera de los autos y los fusiles apuntando a la gente. “Del Cordón Industrial” —repitieron—. Y se fijó entonces en las gotas cayendo entre las tablas, por las juntas, a través de los goznes: arroyitos sobre el asfalto. Ese día llegó con el horror y la sangre en los zapatos a la casa de la calle Yllio, donde las sorprendió el golpe. Giancarlo estaba en México. Marta y ella permanecieron aún quince días o más, mientras salían otros compañeros. Colocaron la bandera en el frente, como exigía la Junta, y tapiaron en el fondo los documentos y los libros. “Si usted tiene un vecino o conocido extranjero, denúncielo, es su enemigo” —decía la tele—. “Los ciudadanos que deseen exilarse, tendrán que hacerlo por medio de la parroquia más cercana”. Acudieron y el cura dijo que “no, señora, no ocurrirá nada. Los militares darán las garantías necesarias. No tiene que preocuparse sin razón, pero si insiste puede ir a un lugar…”. Allí las esperaba el cartel: No hay más capacidades. Se sintieron desnudas, descubiertas en medio de la calle; tan indefensas como aquel hombre con un disfraz tan burdo de mujer, el mismo día del golpe,   que daba risa y lástima, porque era disfrazar de payaso a la muerte.

…en el campo de concentración de Ushuaia fueron ametrallados una mujer y dos hombres cuando trataron de escapar.

Dos días más tarde pudieron entrar al refugio de la ONU, junto con una brasileña muy joven y su niña, que le decía mamai. Trasladadas a una iglesia metodista, durmieron de seis a ocho por habitación durante nueve días: el uruguayo gordo que extrañaba su mate con masitas de Montevideo cada vez que lograban una pizca de hierba, conseguida quién sabe de qué modo; Daniel, venezolano cetrino con dos balas en la pierna derecha, que aprendió a leer en la guerrilla porque su padre (terrateniente de Trujillo) nunca quiso, para que no se le espantara a la ciudad “comido el seso de ideas raras que vienen en los libros”; tres argentinos más, seis bolivianos y tantos otros que no recuerda a pesar de los dos meses transcurridos después en una colonia de vacaciones a la salida de Santiago. Allí cumplió doce años y nació su temor a los helicópteros. Le habían preparado una pequeña fiesta al sol, sobre el pasto que rodeaba el edificio amarillo de tres plantas. La sueca le regaló un coral tallado en flor y los demás, un pulóver azul. Entonces vinieron ellos. Volaron sobre el campo haciendo saltar platos,  manteles, volcando mesas, sillas. Los seguían con la mira de las ametralladoras y hacían ademanes de disparar, hasta que se cansaron. “Son juegos de milicos” —decía la sueca para tranquilizarla—; “les gusta demasiado jugar a que te mato”. Amenazaron con allanar y se hizo una pira con documentos, cartas y papeles. No ha olvidado aún aquel humo que olía a flores secas y pólvora, a parientes y sucesos lejanos.

…había doce (entre hombres y mujeres) detenidos por el ejército, interrogados en La Paz por sus vínculos con la subversión en Bolivia, y entregados a tropas argentinas en la frontera…

Colgados de maletas y bolsos, al cuello, en las muñecas, llevaban membretes de Repatriados en rojo Ferrari, e iban acompañados por la sueca, entre carabineros a un lado y otro de la pista, y desde el edificio hasta el avión. Se deshicieron rápido de los rótulos, porque al llegar al aeropuerto argentino de Ezeiza ya algunos habían sido detenidos. Era la multinacional de los esbirros. A ellas sólo las llamaron por audio a las oficinas de Inmigración: “Siéntense, por favor”, y ahí las dejaron esperando, muertas de pánico, mientras telefoneaban. Al fin: “Disculpen la molestia. Fue un error”.

De ahí salieron directo a César Díaz 1250, donde las esperaba Juan, el tío cariñoso y triste de los tiempos difíciles. Fue la época de la matanza en Monte Chingolo, de las cárceles del pueblo, de Azul y los secuestros, y la guerrilla en Tucumán. Por eso se mudaron a San Nicolás y de ahí a Melincué, Villa del Parque (discreto barrio de figurar). No había leído Hamlet, pero le habría asombrado lo de ser o no ser, porque era y no era Silvia:

Silvia: escuela de prestigio a la mañana.

Silvia: clases particulares de guitarra.

Silvia: los vecinos, las amiguitas.

Silvia: hockey en avenida San Martín,

Club Comunicaciones, frente a la pizzería.

Silvia: animar cumpleaños infantiles las tardes de domingo.

Mientras era, o mejor, pasaba a ser

María Eugenia para la juventud guevarista.

María Eugenia: carga resmas de papel a la imprenta.

María Eugenia: distribuye folletos.

María Eugenia: compra los víveres para catorce hombres.

Silvia, la niña bien, y María Eugenia, la que era y la que no era, tenían que empujar el presupuesto vendiendo Avon de puerta en puerta. “Señora, buenas tardes. Crema facial Avon, especial para su cutis…”; cuando hubiera querido decirle: “Andá, soltá la plata y quedátelo entero, con estuche y frasquitos de muestra. Andá, vieja, haceme la gauchada”. Pero: “…por supuesto, Señora, como guste. Pruebe esta otra…”. Y tragarse los portazos, los desdenes y lástimas de pequeñoburgueses. Y había que dormir las ocho horas. Einstein tenía razón: como ideología de embajador, es elástico el tiempo. Más elástico que su identidad en los papeles donde fue, sucesivamente, hija de padre desconocido y sobrina de su propia madre.

…entre ellos Giancarlo y Marta Adelphi…

Ahora se ha condensado el centelleo de sus ojos en dos lágrimas largas. Le oprimo el hombro y contengo cada sollozo que me entra por los dedos, como si se negara a creerlos en el extremo sur del sufrimiento, atenazados en un cepo de hielo donde los verdugos son presos de sus presos, de la soledad que incuba allí sus huevos. Todo está calculado: los guardianes sin rostro no tendrán libertad mientras quede algo vivo. Se van mutando así en bestias mudas, acorraladas como ratas de laboratorio con una sola salida del laberinto: la que atraviesa los cadáveres.  Silvia trata de recordar las manos‑caricia‑refugio‑hogar de su madre y le saltan sin uñas, desolladas, inertes; suplica a la risa de su padre, pero sólo aparece la ensangrentada oquedad donde estuvo su risa, encarcelada ahora entre los labios tumefactos. Y se ovilla, espasmo tras espasmo, arrugando entre los dedos el silencio y la muerte. Dejo que el diario ruede al suelo: indefensa víbora que acaba de morder. Su cuerpo se enquista, tratando de ofrecer la menor superficie posible a la inclemencia de la muerte, aunque sepa que ella viene por dentro y de nada valdrá. Veo materializarse entre los árboles los muros feroces de Ushuaia, pavonados de gritos. Ellos están al centro, ocultos tras un círculo de gendarmes grises. Las luces de mercurio se encienden, el viento ondula las ramas y los papeles abandonados a su suerte. Caen en desorden los gendarmes, derribados por el perfume a hombres sin miedo, risas de niños y mar, que trae el viento. La luz los carcome, les chamusca los bordes, los disuelve. Quedan ellos: a medio hablar en el centro del parque (como en las fotos de Rosario), flotando entre las copas de los árboles y las cajas de cigarros arrugadas salpicando la hierba; felices de volver aunque no puedan transgredir los límites mortales de mis ojos. Silvia se yergue y ellos se esconden. Recojo el periódico. Lo sostengo como a una bestia turbulenta que pudiese de súbito abalanzarse sobre ella a dentelladas y zarpazos. Me lo quita con un cansancio que parece dulzura.

La mayoría de los desaparecidos estaban en Ushuaia, donde se les eliminó con armas convencionales y voltaje eléctrico…

Sus padres vuelven, pero ahora a través de su memoria: las vacaciones del 75 en Punta Alta y Bajo Hondo. Corría descalza por las márgenes del arroyo y se echaba al agua con la quietud de saberla amiga, cómplice; el agua. Escuchaba las historias del abuelo hasta muy adentro de la noche: resecos llanos de Sicilia interrumpidos aquí y allá por peñascales y cabras. El barco atestado de peregrinos que no oraban de frente a ninguna Meca; sino huían de espaldas a las callejuelas artríticas de sus pueblos, a las castas impuestas por la suprema ley de la vendetta.  Despertaba escuchándolo hablar a las gallinas del cobertizo en su italiano tortuoso. “Las gallinas se tranquilizan con mi voz, laburan más y engordan”. Marta la acompañaba hasta el arroyo y leía casi toda la tarde. Giancarlo estaba en Bahía Blanca. Al tercer día, vino de madrugada para quedarse apenas hasta la noche entrante. Fue la última vez que vieron al abuelo, a las gallinas cebadas con el pienso de su voz.

…pero muchos quedaron con vida. Fue entonces que se decidió eliminarlos totalmente.

En el 76 —evoco sus palabras a la salida del cine, bajo las salpicaduras de la fuente en el hotel Nacional, mansa sobre mi pecho entre acre olor a sexo y almohadones—vivíamos en San Nicolás entre General Paz y San Alberto (mala compañía: santos y generales), a media cuadra del almacén. Aquella tarde salí por las compras de siempre: “Silvita, andá, traéte tres kilos de boliche, cinco de papas, la sal, morrones y pasta de tomate. No te olvidés las medicinas para Eduardo. ¿Llevás la plata?”. Andate. Un beso. Subí por la calle San Alberto hasta General Paz y San Martín. Crucé la calle. Papi estaba en la casa desde el día anterior y mami andaba de habitación en habitación como perro con dos colas. Había que andarse a cuatro ojos para que los soplones no nos batieran. En la farmacia me demoré un ratazo por la cantidad de gente y tomé por San Martín para entrar a la ferretería. Llegando a San Nicolás, tropiezo con el chico del jardinero que venía sin aliento: “Desaparecé, Silvita. Andá te digo. Perdéte. Los milicos están sacándolos a tu viejo y a Doña Marta de la casa”. Todo se me cayó. Los frascos rotos. El chico no podía conmigo y yo intentaba loca echar a correr. Me arrastró hasta un zaguán justo en el momento que los autos cruzaron San Martín abajo. Lo demás, para qué…ya lo sabes…”. Y supe lo demás armando unas con otras las imágenes sueltas: Gabriel Urquijo, el zapatero anarquista de noventa años y su mujer. A su casa corrió Silvia tragando la impotencia con lágrimas. Los compañeros del Partido que prepararon sus documentos nuevos y la sacaron, casi a la fuerza, vía Brasil. “Vos estás muy quemada, piba, ¿no lo entendés?”. Desde Sao Paulo voló a Lima (olores rancios, cielos encapotados) y, al final, el avión de Cubana de Aviación, donde apenas cabía su dolor, sobrevoló las aguas del Caribe.

…los desaparecidos nunca van a ser encontrados, finalizó.

Permanece un momento desorientada en el extremo de las palabras. Sostengo sus manos; se levanta y nos perdemos despacio entre los árboles, mientras apresto mi corazón, puerto seguro, para acogerla después del tránsito por ese enorme país de los desaparecidos donde le han deportado a demasiada gente.