Reflexionar sobre el papel que deben jugar en el acontecer insular los intelectuales cubanos que viven fuera de la Isla, exige un análisis previo sobre qué es un intelectual y qué funciones cumple o debe cumplir en la vida pública.
A la pregunta ¿qué es un intelectual? se han dado muchas respuestas. Quien trabaja con su cerebro y no con sus manos podría ser la más elemental, en cuyo caso incluiríamos a un bróker de la bolsa y excluiríamos a Picasso. Según Michael Löwy, en Para una sociología de los intelectuales revolucionarios, al no ser una clase, los intelectuales, creadores de productos ideológico-culturales, no se definen en relación con los medios de producción. Pueden elegir, de modo que no existe inteligentzia neutra. Lo cual se puede aplicar a cualquier ciudadano, cuya ideología no está estrictamente signada por su extracción social. Añade Löwy que al regirse por “valores” ajenos al dinero, los intelectuales “sienten una aversión casi natural contra el capitalismo”, algo que no merece comentarios.
Gramsci señalaba que «todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres cumplen en la sociedad la función de intelectuales». Y añadía que “los intelectuales modernos son directores y organizadores involucrados en la tarea práctica de construir la sociedad”. Una boutade gramsciana que nunca ha alcanzado el carácter de ley. Norberto Bobbio opina que los intelectuales son expresión de la sociedad de su tiempo y que el momento histórico es crucial en su definición y también de su responsabilidad histórica. Lo cual es seguramente cierto, y aplicable a toda la humanidad.
Si el intelectual no siempre es “un individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y en favor de un público”, como aseguraba Gramsci, sí es, en la definición de Umberto Eco, “quién realiza trabajos creativos bien sea en las artes o en las ciencias, y propone ideas innovadoras”. Y añadiría que, en general, deberá ejercer una reflexión crítica sobre la realidad en su ámbito de competencia que no se limita a las humanidades. En una cultura intertextual, médicos, físicos, biólogos, informáticos, etc., proyectan sobre la realidad una reflexión en ocasiones más esclarecedora que los intelectuales “tradicionales”.
A lo largo de la historia, los intelectuales han asumido diferentes papeles, desde la Paideia griega, que debía dotar al individuo de conocimiento y control sobre sí mismo y sobre sus expresiones y prepararlo para ejercer sus deberes como ciudadano, no siempre como político (aunque Solón fuese el prototipo del intelectual-político en la Grecia presocrática). Hasta el intelectual público romano: Ovidio, Tácito, Séneca. Papel que cambió drásticamente en una sociedad teocéntrica y teocrática, el Medioevo, donde los monjes eran apenas guardianes de la cultura. El hombre del Renacimiento, relativamente independiente pero subordinado al poder de sus mecenas. El intelectual en el capitalismo, cuyos márgenes de libertad se ensancharon, y las complejas relaciones en el socialismo entre los intelectuales y los aparatos partidistas y el Estado.
Umberto Eco, en “Papel del intelectual”, distingue distintos tipos:
Los intelectuales orgánicos (Ulises al servicio de Agamenón), quienes, según él, “deben aceptar la idea de que el grupo, al que en cierto sentido han decidido pertenecer, no les ame demasiado”. “Si les ama demasiado y les da palmaditas en la espalda (…) son intelectuales del régimen”. Sobre éstos decía Gramsci que eran captados por la clase dominante para que otorguen a su proyecto “homogeneidad y legitimidad” y creen “una ideología que trascienda a las clases”. Adolf Hitler tuvo excelentes científicos e intelectuales orgánicos, como Martin Heidegger. Y John Fitzgerald Kennedy reclutó una corte de intelectuales prestigiosos, como Arthur M. Schlessinger Jr. y McGeorge Bundy.
Los intelectuales platónicos, aquellos que, como Platón, a pesar de su experimento fallido con el tirano de Siracusa, creen que pueden enseñar a gobernar. Apostilla Eco: “Si tuviésemos que vivir en la isla de la Utopía de Tomás Moro o en uno de los falansterios de Fourier, lo pasaríamos peor que un moscovita en los tiempos de Stalin”. Como bien sabía Octavio Paz, es “muy distinto mandar a pensar: lo primero corresponde al gobernante, lo segundo al intelectual. Los intelectuales en el poder dejan de ser intelectuales (…) sustituyen la crítica por la ideología”. La segunda otorga al poder un fundamento moral, lógico e histórico; la primera juzga y, cuando es necesario, contradice y critica.
Los maestros aristotélicos, quienes enseñan todo tipo de cosas, pero no dan consejos precisos.
Y los intelectuales críticos con su propio clan, más que con los enemigos, al estilo de Sócrates, que operan como “conciencia crítica de su grupo”, a los que tampoco se les ama demasiado. Este será creativo, elaborará ideas interesantes que el político inteligente deberá considerar, aunque no las aplique textualmente. Según Carlos Fabreti, esos “intelectuales tienen una responsabilidad: la crítica sistemática de los argumentos esgrimidos por el poder, el cuestionamiento radical y continuo del ‘pensamiento único’ que pretenden imponernos”. Claro que ello habitualmente no gusta a los políticos.
Jorge Castañeda atribuye a los intelectuales de América Latina el papel de guardianes de la conciencia nacional, demandantes de responsabilidad, baluartes de rectitud, defensores de los principios humanistas, críticos del sistema y de los abusos de poder. Lo cual, a mi juicio, es mucho pedir.
El ejercicio de esta “conciencia crítica” ha resultado con frecuencia nefasto para sus protagonistas: ostacismo, cárcel, exilio, persecución y muerte. El fiscal fascista que juzgó a Antonio Gramsci dictaminó: “Durante veinte años debemos impedir que este cerebro funcione”, y fue condenado a veinte años. Murió en prisión a los 46 años de edad. La periodista Anna Politkovskaya, quien reveló los crímenes en Chechenia, recibió dos balazos en la nuca. La lista sería interminable.
De modo que, al menos en teoría, el intelectual debe ser parte de la “conciencia crítica” de la sociedad que habita. Ni más ni menos, a mi juicio, que todo aquel, intelectual o no, que desee ejercer su papel de ciudadano y no conformarse con figurar en las estadísticas demográficas.
En las circunstancias actuales de Cuba, eso sería óptimo. Desde el derrumbe del campo socialista, el país ha estado abocado a una redefinición continua que ha afectado a la economía, la política, la relación entre el poder y los ciudadanos y de estos entre sí, entre el exilio y el insilio, entre el discurso ideológico y la praxis social. Podría decirse, siguiendo a Gramsci, que el país se enfrenta a una “crisis de hegemonía”, en cuyo caso se impone la necesidad de un debate público y sin limitaciones, con el objetivo de articular nuevos consensos. Un debate que convoque a todos los estamentos de la sociedad, pero donde los intelectuales (o algunos intelectuales, en particular los aristotélicos y los críticos, para no generalizar), al disponer de un discurso estructurado sobre la sociedad que es su campo profesional de actuación, podrían aportar a la clase política argumentaciones muy atendibles.
Y, de hecho, ese debate ocurre, aunque no con la profundidad, la transparencia y la amplitud que la actual situación del país requeriría. Tiene lugar en foros profesionales, debates más o menos cerrados y en medios que, por razones editoriales o tecnológicas, tienen escasa incidencia en la población de la Isla. Los distintos llamamientos a debates públicos realizados desde el poder han sido oportunidades perdidas. Sus resultados no se han ventilado con la trasparencia que merecían ni desembocaron en referendos que sancionaran democráticamente las principales inquietudes de los ciudadanos, quienes han operado como una intelectualidad aristotélica a su pesar, pues sus juicios concretos se han convertido, en su ósmosis hacia el poder, en opiniones difusas más próximas a la estadística que a la ideología.
No pocas veces he repetido que el debate sobre el presente y el futuro de Cuba atañe, en primer lugar, a los cubanos, intelectuales o no, que residen en la lsla. Y, en segunda instancia, a quienes habitamos allende el Malecón. Las razones son obvias: sobre los cubanos de la Isla recae el peso de las dificultades que padece el país, de modo que son ellos los primeros interesados en remediarlas; son ellos los que disponen de los derechos ciudadanos que a sus compatriotas del exilio les son enajenados tan pronto truecan su geografía, y si bien el exiliado puede regresar (o no), quienes viven en la Isla saben que de sus decisiones de hoy dependerá la habitabilidad de su propio futuro y el de sus hijos.
Exhortar a la frugalidad y al sacrificio a los cubanos en nombre de un ideal que ciertos grupos de izquierda defienden con fervor ante lonchas de jamón serrano y algún Ribera del Duero Gran Reserva, me resulta tan inmoral como exhortar a esos mismos cubanos a derribar al gobierno al precio de sus vidas, mientras se trasiega un sándwich cubano y un batido de mamey en el Palacio de los Jugos.
Y entre esos cubanos del inside puede que sean algunos/muchos/los intelectuales quienes dispongan de mejores recursos para ejercer su “conciencia crítica”, dado que poseen los recursos teóricos y una información de primera mano sobre la realidad cubana. Aunque esa “conciencia crítica” pueda estar condicionada no sólo por el miedo a las represalias, sino por el mero cálculo de su escasa rentabilidad a corto plazo. Para Edward Said, “la dependencia económica del poder mediante subvenciones o ayudas para las investigaciones son formas de control de los intelectuales”. En un país donde todos los medios culturales y de difusión, así como otorgar (o no) libertad de movimiento, están en manos del Estado, la dignidad contestataria puede ser temeraria.
Eso no significa, desde luego, que a los cubanos que residen fuera de la Isla, y en particular a sus intelectuales, les esté vedada la participación en ese debate. Muy por el contrario, sería recomendable. Dado que en la diáspora habita el 15% de los cubanos del planeta, vetar su participación equivaldría a la exclusión de todos los habitantes de la ciudad de La Habana.
Sin que me avale ninguna estadística confiable, opino que la mayoría de los cubanos de la diáspora conserva su interés por los acontecimientos de la Isla, bien sea porque ésta afecta a sus familias allí o porque se sienten con derecho a ejercer su ciudadanía insular, así sea virtual. Y creo que sería muy útil para el país que esas voces fuesen escuchadas y se sumasen a las de sus compatriotas en la Isla. Las razones son varias.
En primer lugar, al conservar su ciudadanía cubana (incluso tras haber adquirido otra, cosa que la Constitución prohíbe pero el gobierno mantiene), les asiste el derecho de participar en la vida pública de su país. Si, como reza la página del Ministerio de Relaciones Exteriores, esa diáspora es esencialmente económica, comparable con otras poblaciones migrantes de nuestro continente, deberían recibir un trato equivalente: preservar sus derechos económicos, sociales y políticos y ejercerlos desde cualquier geografía.
Entre esa población outsider existe una elevada proporción de profesionales altamente calificados, formados en Cuba y/o fuera de Cuba, cuya aportación al debate social, político, económico, artístico y científico que prefigure el futuro de la Isla, no debería desecharse. Portadores de una experiencia profesional y ciudadana adquirida en otros contextos, ésta les concede la posibilidad de pronunciarse partiendo de enfoques y perspectivas que enriquecerían el debate y, en sintonía con sus colegas de la Isla, conjurar males futuros y sortear obstáculos evitables. Como ya observó Gramsci, la escolarización proporcionada por un Estado responde a su aparato ideológico. Inyectar sabidurías otorgadas por otros modelos de escolarización sería, por fuerza, enriquecedor. Y no me refiero a predominio alguno, sino a las bondades de la biodiversidad.
Dado que Cuba se encuentra inmersa en un proceso de cambio y que, por su carácter de economía abierta en medio de un mundo globalizado, le sería casi imposible superar su crisis actual de modo endogámico, sería esencial para el país apelar al capital intelectual, a la experiencia profesional, empresarial y científica de su diáspora, sobre todo si la perspectiva de Cuba es sumarse al verdadero motor del desarrollo en el siglo XXI: la sociedad del conocimiento.
Una participación activa de ese capital humano, e incluso del otro capital, en el proceso de renovación y remodelación de la sociedad cubana, facilitaría la apertura de puentes y espacios de colaboración entre ambas orillas; el traspaso de know how, tecnologías e información; mercados de bienes y servicios, y mercados de ideas.
Para ello, desde luego, sería imprescindible que el Estado cubano reconsiderara sus relaciones con la diáspora. Ya que preserva su condición nacional, es moralmente insostenible no preservar sus derechos ciudadanos, así como a entrar o salir libremente de la Isla y disponer allí de las mismas prerrogativas que sus compatriotas residentes en Cuba. Sería inaceptable otorgar a la diáspora el derecho de aportar su capital profesional al tiempo que se le amputan otros derechos. E imponer condicionamientos políticos a esa participación bastaría para sentenciar su inviabilidad.
Ciertamente, una parte de la diáspora, atenta a sus carreras profesionales y a las coordenadas sociopolíticas de las sociedades donde se han reinsertado, se desentiende de los asuntos cubanos. Y está en todo su derecho. Son noruegos o canadienses vocacionales. Según un estudio realizado en Miami por la Florida International University (FIU), sólo una pequeña parte de los exiliados en esa ciudad regresaría a la Isla incluso en caso de que cambiaran drásticamente las condiciones que los empujaron al exilio. Han rehecho sus vidas y ya tienen hijos y nietos que viven, como diría Gustavo Pérez-Firmat, en el hyphen: cubano-americanos, cubano-españoles. Pero, gracias a las nuevas tecnologías de la información, muchos de ellos estarían dispuestos a contribuir con sus saberes y experiencia, aunque no se radicaran en la Isla. Pocos países de nuestro entorno cuentan con ese capital potencialmente disponible para su relanzamiento.
Relicto de aquel unamuniano “¡Qué inventen ellos!”, se mantienen en nuestros países no pocos prejuicios ideológicos contra los intelectuales: una élite improductiva y desasida de la vida práctica, y ante la cual la sociedad suele adoptar posiciones extremas: la reverencia o la descalificación. La historia demuestra, en cambio, que aquellos países que primero comprendieron la fuerza motriz de las ideas son hoy las sociedades económica y socialmente más avanzadas. Cuba cuenta con una doble reserva de la materia prima más importante del siglo XXI: el talento: una población altamente instruida en la Isla y una sólida masa profesional en su diáspora. Al Estado cubano atañe la responsabilidad, pensando en el destino de la nación más que en el ejercicio confortable del poder, de crear las condiciones para que esa doble reserva de talento se revierta en bien de toda la sociedad, o, por el contrario, inhibir su despliegue por temor a los “daños colaterales” que pueda ocasionar, pues, como escribió a Nikita Kruschev en 1954 el académico Piotr Kapitsa: “una de las condiciones para el desarrollo del talento es la libertad de desobediencia”.
El papel del intelectual contemporáneo ya no es el mismo que en época de Emil Zolá, Antonio Gramsci o Jean Paul Sartre. Una sociedad mucho más compleja y el recuento de la experiencia histórica excluyen los sitiales de gurús supremos. Aun así, el talento sigue siendo “incómodo” para toda forma de poder que no asuma a la intelectualidad y su “conciencia crítica” como parte inalienable del tejido social y propulsor de su desarrollo. El Estado moderno no puede entresacar con una pinza de cejas aquellos saberes deseables y desechar los saberes incómodos. Está condenado a comprar el pack completo.
Umberto Eco afirmaba que nada lo irritaba más (o lo hacía sonreír) que ver a los intelectuales utilizados como oráculos. Y nada más alejado de este texto que pretenderse oracular. Me bastaría que algunas de estas ideas alimentaran el debate entre los hombres y mujeres destinados a construir la Cuba del mañana.
“Outsiders”; en: Espacio Laical, nº 1, La Habana, 2012, pp. 69-71. http://www.espaciolaical.org/contens/29/6971.pdf
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