La economía de la Buena Pipa

2 10 2002

Durante el recién concluido congreso de la Asociación de Economistas de América Latina y el Caribe, celebrado en la Habana, al parecer se habló de categorías económicas tales como el egoísmo y el desprendimiento; la pésima distribución global; la indebida apropiación social de los bienes que produce el hombre y aun de aquellos que concede la madre naturaleza. Como resultado, la duplicación de los índices de pobreza en América Latina en apenas veinte años.

Muchos de los participantes, no sin razón, están contra la tesis de que automáticamente «el aumento en la producción de las riquezas eliminará la pobreza». Y aseguran que la espiral de concentración de la riqueza puede afectar incluso a los sectores más pudientes.

Es cierto, sin dudas, que las cifras de distribución mundial, y los desequilibrios de los índices más elementales entre sectores, países y regiones, son francamente alarmantes; en términos globales su tendencia no es precisamente a la baja. Mientras las cifras del hambre son pavorosas en grandes regiones del sur, en especial en el África Subsahariana. Y es cierto que los daños ecológicos, la migración desenfrenada y los estallidos sociales, saltarán muros y fronteras, desde las chabolas a las mansiones.

Contra lo argumentado por representantes de organismos financieros internacionales al hablar de «perdedores predestinados» por el proceso de globalización, se pronunciaron algunos participantes, en especial los delegados cubanos. Partiendo de que existen los recursos, y bastaría repartirlos equitativamente, su solución es suprimir el egoísmo dictado por las relaciones capitalistas; potenciar la conciencia sobre el primitivo egoísmo y cambiar el mundo a favor de «la ética, la cordura y la planificación». Aunque sus gestores admiten que se les podría tildar de «románticos extemporáneos».

El propio señor Fidel Castro no sólo clamó contra la globalización y el ALCA como presuntos instrumentos neocoloniales que acentuarán la pobreza, sino que se refirió a «la batalla de ideas» como «la defensa de la verdad contra la mentira», una ideología tan elástica y universal que se viene empleando desde los más antiguos textos conocidos. Como conclusión, dictaminó «que hay una crisis insostenible». «Es insostenible el sistema» (capitalista).

Lo único que no explican los economistas reunidos es cómo se va a operar esta mutación global que nos permita desembocar en la felicidad universal.

Elena Álvarez, directora del Instituto de Investigaciones Económicas de Cuba, se refirió a la inserción del país en la economía internacional, desarrollando «el potencial científico y tecnológico, la eficiencia energética y la diversificación de los mercados», y minimizando los impactos sociales. Con muy buena fe puede admitirse que éste es el propósito de la economía cubana, pero si se mira hacia atrás se observará que durante 30 años Cuba despilfarró alegremente el petróleo ruso; que en 20 años de polo científico agraciado con las más fuertes inversiones, las exportaciones de estos productos no llegan al 5%; que el carácter monoproductor no hizo sino agravarse tras la alborada de 1959.

De modo que sigue sin saberse cómo se operará el advenimiento de la nueva era, o si esta relación de buenas intenciones es una receta que se ofrece al planeta. Claro que en la receta habría que añadir el 20% de los cubanos subnutridos en 1996-98, según la FAO; índice apenas mejor al de Honduras, Bolivia, Guatemala, República Dominicana, Nicaragua y Haití; y superado por 47 países del Tercer Mundo. Y si no ha sido peor, se debe básicamente a las vitales remesas familiares procedentes de los gusanos y apátridas. Y ya que se habla de «planificación», cabría preguntarse por qué, tras 43 años de «economía socialista planificada», de incesantes éxitos si damos crédito al diario Granma, el país conducido por la clase política más experimentada del planeta es incapaz de pagar sus deudas y practica la mendicidad internacional a gran escala.

El señor Fidel Castro aludió al «fortalecimiento del capital humano», los valores de la cultura y los logros sociales como bases de la estrategia cubana, para concluir que «somos tan pobres en capital financiero como ricos en capital humano». Lo milagroso es que ningún economista presente preguntase por qué razón un país con tal capital humano, y treinta años de subvención externa, en lugar de propiciar un «milagro económico» ha conseguido que once millones vivan de milagro y otros dos millones hayan propiciado el mayor éxodo de nuestra historia.

Siguen entonces sin saberse las claves del nuevo modelo económico propuesto en La Habana. Sólo queda la clara noción de que la globalización es perversa y el mercado el enemigo a batir. ¿Será posible?

Ante todo, es ilusorio pensar que la globalización es reversible por obra y gracia de las exhortaciones del líder cubano cuando ni siquiera es algo nuevo, sino el (por ahora) último capítulo de la larga saga que iniciaron los primeros homínidos con sus migraciones.

Claro que globalización inexorable no significa perfecta. Hasta hoy, el mercado ha demostrado una enorme vitalidad en el fomento económico, las revoluciones tecnológicas y en su propia internacionalización. Y a la sombra de la prosperidad y la rentabilidad, se han cobijado tradicionalmente las artes y las ciencias, las garantías sociales y otros rubros tan «improductivos» como imprescindibles. Pero el mercado no tiene moral. Ni falta que le hace. Los hombres sí. Y falta que nos hace. No se calcula la rentabilidad de los derechos humanos, la tasa de reinversión de la democracia o la plusvalía de la solidaridad, aunque algunos lo hayan intentado. Por eso no es raro que muchos aboguemos por una globalización con rostro humano, no «contra» las leyes del mercado, sino «paralelamente» a las leyes del mercado. Es de sentido empresarial producir con la máxima rentabilidad; pero es de sentido común hacerlo sin envenenar el planeta. Que se muden al sudeste asiático las fábricas, es obra del mercado. Que esos obreros vean cada día más dignificado su trabajo, o que los beneficios de esa actividad tengan un componente de reinversión social, es obra de la moral. Como la reducción gradual, pero efectiva, de la distancia que separa a ricos y pobres y que es, estratégicamente, una garantía para las propias naciones desarrolladas. No hay muralla que detenga la esperanza, y el hambre ha sido siempre más lista que los aduaneros. Es tan absurdo defender la libre migración del capital, pretendiendo al mismo tiempo la resignada inmovilidad de las personas, como su contrario.

Pretender la derogación del mercado y de los móviles es tan absurdo como admitir la dictadura del mercado.

Pero los economistas reunidos en La Habana patentan, o al menos aceptan en silencio, la culpa ajena como explicación de todos nuestros males. El victimismo siempre ha sido políticamente útil, pero económicamente irrentable, algo que deberían saber los economistas.

No obstante, La Habana sigue, como en aquel cuento eterno y circular de la Buena Pipa, enarbolando como única estrategia «suprimir el egoísmo dictado por las relaciones capitalistas; potenciar la conciencia sobre el primitivo egoísmo; y cambiar el mundo a favor de la ética, la cordura y la planificación»; mientras en lo personal, los dirigentes de la Isla se hacen de un patrimonio para el día de mañana, colocan los ahorros de la patria a nombre de sus hijos en empresas foráneas y conjuran, en suma, la posibilidad de que los egoístas y capitalistas cubanos del inminente futuro, primitivos como son, decidan, en nombre de la ética y la cordura, planificar su ausencia de la nómina patria.


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