Bomba y bumerang

26 04 2002

Decir mentiras es cosa muy fea, suelen afirmar padres y maestros. Y seguramente no faltó algún jesuita que se lo repitiera al señor Fidel Castro durante sus ya lejanos años formativos. Muy hondo caló la frase en su conciencia. La recordó seguramente tras una conversación confidencial, el 19 de marzo pasado, con el presidente mexicano Fox, quien le solicitaba visita corta y abstenerse de insultos en su viaje a la reunión de Monterrey. La recordó al concluir su discurso en la reunión con las palabras: «Les ruego a todos me excusen que no pueda continuar acompañándolos debido a una situación especial creada por mi participación en esta Cumbre, y me vea obligado a regresar de inmediato a mi país». Tenía que decir la verdad, como le enseñaron los jesuitas, y «no podía decir menos, ni decirlo con más cuidado», afirmaría recientemente, en show televisivo, el mandatario cubano. Tuvo tanto cuidado, que de inmediato el suceso acaparó el interés de los medios, opacando debates más serios, y la prensa acosó a las autoridades cubanas y mexicanas en busca de una respuesta. Tanto Fox como Castañeda llegaron a afirmar que no se había ejercido ninguna presión que justificara la estrepitosa salida del dictador.

¿Hicieron mal Fox y Castañeda al mentir sobre las presuntas presiones a FC? Desde el punto de vista ético, sí. Y tendrán que responder por sus palabras en una sociedad abierta y plural, donde la ciudadanía y la oposición están en el derecho constitucional de cuestionar a sus mandatarios. Desde el punto de vista político, hicieron lo único que les era dado hacer. Mentir, confiando en que FC cumpliría su palabra. ¿Hicieron mal al votar la moción uruguaya en Ginebra, aún conociendo las amenazas provenientes de La Habana? Para el feliz curso de sus carreras políticas, sí. En conciencia, seguramente no: arriesgaron su probidad política para ejercer la defensa de valores hoy universales, los derechos humanos. Actitud que los honra.

¿Es triste que el presidente democráticamente electo de un país soberano acepte las presiones del vecino poderoso, en aras de conservar las mejores relaciones políticas y económicas? Es triste, pero comprensible, en la medida que una lesión en el orgullo de los gobernantes se traduce en beneficios económicos para los gobernados.

¿Es triste que el dictador de un país soberano no acepte ningún tipo de presiones, ni siquiera en aras de conservar las mejores relaciones políticas y económicas? Es más triste aún esta discutible «honra», en la que el orgullo de los gobernantes bien vale el sacrificio y la miseria de los gobernados. Razón por la que resulta cínica la frase de FC en su reciente show para «desenmascarar» a Fox: «Los pueblos no son masas despreciables a las que se puede engañar y gobernar sin ética, pudor ni respeto alguno». Sobre todo tomando en cuenta que el primer respeto hacia los gobernados es el respeto a su libertad, a su derecho a expresarse sin temor a represalias, a actuar de acuerdo a sus convicciones y elegir a quienes deberán representarlos. Algo que afirmó el propio Fidel Castro: «Nosotros proporcionamos justicia social y resolvemos los sustanciales problemas sociales de todos los cubanos en un clima de libertad, de respeto a los derechos individuales, de libertad de prensa y pensamiento, de democracia, de libertad para elegir su propio Gobierno» (La Habana, 1959).

Uno mintió como ejercicio político. El otro arrojó la verdad como instrumento de venganza. Cada cual votará por la gravedad de cada culpa.

En este caso, FC aduce que estaba éticamente obligado a revelar la verdad. Lo que no nos explica es por qué en 1981, durante los felices tiempos de la dictacracia priísta, cuando el entonces presidente Ronald Regan amenazó boicotear la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno Norte-Sur que tendría lugar en México, FC aceptó en silencio no participar, a pedido de su amigo José López Portillo (¿no fue ése el autor de la masacre de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas?), quien le invitó a unos días de asueto en Cozumel como desagravio. ¿Por qué entonces no hubo escándalo internacional ni resplandeció la verdad?

Ciertamente, aunque le pese a padres y maestros, en política no escasean las mentiras. Y no es raro que el político sea un especialista en prometer lo imposible para más tarde incumplir incluso lo posible. No escasean los muertos en el armario, las conversaciones secretas y las cartas impublicables. ¿Cuál habría sido la reacción de FC si Nikita Kruschev, durante la Crisis de Octubre, escandalizado por la carta donde el mandatario cubano le pedía adelantarse a los norteamericanos y lanzar la bomba atómica, la hubiera publicado? ¿Cómo habría sentado a los que entonces veían en Cuba «el socialismo de rostro humano», que el líder estaba dispuesto a inmolar a su propio pueblo en un ejercicio de egolatría y soberbia, que dejaría a seis millones de cubanos sin rostro, ni socialista ni capitalista ni todo lo contrario?

Llama la atención que el señor Fidel Castro, indignado hoy por las mentiras que a diestra y siniestra emitían los dirigentes mexicanos, haya dicho alguna vez que «la ideología del 26 Julio es la ideología de un sistema de justicia social dentro el concepto más ancho de democracia, de libertad y de derechos humanos» (La Habana, febrero 1959), y que no se trataba de un movimiento comunista, ya que difería básicamente del comunismo en una serie de puntos básicos. Por entonces se refería a la anulación de los partidos políticos en Cuba como una medida temporal, y no como una anulación permanente (Caracas, 1959), y prometía que «la próxima cosa serán elecciones generales. Yo creo que con la Constitución de 1940. Porque en cualquier lugar donde el Gobierno desea permanecer por un período largo sin elecciones libres, porque no cuentan con el apoyo de la gente, ellos empiezan a hacer inventos, planeando vías para permanecer un montón de tiempo, y nosotros no estamos en ese caso» (La Habana, 1959). Algo que ya había explicado en Santiago de Cuba el 3 de enero: «Esa es la razón por la que los gobiernos constitucionales tienen un período de mandato fijo. Si son malos, pueden ser desalojados por el pueblo, que puede votar por un gobierno mejor».

Claro que pueden no ser mentiras rotundas, sino apenas lapsos de su memoria, que regresa continuamente a la infancia de la Revolución y recuerda con toda exactitud la más pequeña batallita de la Sierra Maestra.

Durante aquellos lejanos tiempos en que aún FC no padecía esta repentina propensión a la verdad revelada, proponía en Caracas (1959) convertir en democracias a todos los países ibero-americanos, eliminar las dictaduras del continente y lanzar un programa de pasaporte común, mercado común y más participación en los asuntos internacionales. Algo así como el ALCA, pero encabezado por Fidel Castro. Y aún más, sus votos democráticos le llevaron a afirmar: «No es posible, para los representantes de las democráticas Venezuela y Cuba, escuchar los discursos en que Trujillo habla de libertad y dignidad humana. Cuba (propone) a la OEA la necesidad de quitar a los representantes de las dictaduras o retirarlos de esta organización. Nosotros hemos barrido Cuba (…) y tenemos la determinación de no permitir nunca más una nueva dictadura» (Caracas, 1959).

¿Comprenderá el señor Fidel Castro que su dictadura repugne hoy en el continente con idéntica intensidad? ¿Comprenderá que resulte difícil escuchar al canciller Pérez Roque hablando de libertad y dignidad humana? ¿Comprenderá, en suma, que las democracias latinoamericanas no hacen sino atender, a 43 años de distancia, su llamamiento a aislar y excluir a la dictadura pendiente del hemisferio? ¿Le alcanzará la lucidez y su repentino amor por la verdad para reconocer que quizás algún día un Vargas Llosa que aún no conocemos lo convierta en protagónico de La Fiesta del Caballo o cosa así?

De este suceso se desprenden algunas conclusiones tan obvias que no vale la pena formularlas, como la diferencia entre un país donde el presidente responde de sus actos y sus palabras y otro donde cuestionar al presidente está penado por la ley, y cualquier noticia internacional «incómoda» es censurada.

Pero la mayor lección de este suceso es que en un pequeño país pobre (o empobrecido, que no es lo mismo) y endeudado, reliquia de la Guerra Fría y sin mayor ascendiente sobre los demás, no sólo se ha devaluado la moneda y la economía, la calidad del presente y las expectativas del futuro, sino que se acaba de devaluar, con carácter irreversible, la palabra dada por su presidente a un colega de un país presuntamente amigo. Y más allá de su signo, existe una complicidad gremial entre los políticos de todos los pelajes. Hay conductas de las que todo el gremio toma muy buena nota. No creo que ninguno se arriesgue, nunca más, a confiar en la palabra del señor Fidel Castro, aunque desde la tumba le aplauda el alma de su preceptor jesuita.


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