De bronce e hidalguía

5 11 2001

El escultor José Villa Soberón parece empeñado en la hermosa tarea de repoblar La Habana con personajes célebres del más allá y del más atrás. Ya circulan bromas sobre las ventajas de estos ciudadanos de bronce: no exigen su cuota, no atestan el transporte urbano, no integrarán la disidencia y se presupone que no enfilarán jamás hacia el Norte a lomo de balsa. Bromas aparte, la crisis perpetua que atraviesa la Isla no ha logrado embotar la sensibilidad de los cubanos, su hambre de belleza.
Respondiendo al encargo de las autoridades, fue primero la estatua de John Lennon, que desde entonces ocupa su banco en el parque de 15 y 6, en el Vedado. Y, aunque resulta difícil validar su relación ideológica con el discurso oficial, no ocurre lo mismo con los sueños y las esperanzas del cubano de a pie, quien imagine desde siempre un mundo mejor. Restauradas las gafas que alguien le robó a los pocos días de sentarse en el parque, la costumbre le ha incorporado ya al mobiliario urbano.
Ahora es el Caballero de París quien camina de nuevo por la ciudad, frente al Convento de San Francisco de Asís, en una versión menos vulnerable que el original. El encargo fue en este caso del Historiador de la Ciudad Eusebio Leal, quien ya había exhumado los restos del Caballero, para enterrarlos con honores en el mismo Convento, devenido hoy museo y sala de conciertos.
Sin dudas Juan Manuel López Lledín, más conocido como el Caballero de París, es ya parte de la mitología habanera. Nacido en Fonsagrada, aldea gallega de Lugo, en 1890, emigró como cientos de miles de sus compatriotas a la promisoria Habana de la época. Después de trabajar como dependiente en los hoteles Telégrafo, Sevilla y Manhattan, cumplió prisión tras ser acusado por el robo de unas joyas en la casa donde se empleaba, aunque más tarde fue demostrada su inocencia. En la cárcel se quebró el hilo que lo conectaba a eso que las convenciones han acordado llamar «realidad». Desde entonces se le vio zapateando las calles con su hirsuta melena y su barba, que encanecieron al paso de los años, su capa negra llena de misteriosos bolsillos interiores, de donde extraía estampitas, recortes de periódicos y hasta caramelos para obsequiar a los niños.
En un país obsesionado por los olores corporales, su acre aroma a sudores, soles y serenos acumulados en la piel, fue incapaz de ahuyentar a los caminantes, y en especial a los niños, que se acercaban a él con un mohín de burla que la mirada del Caballero transformaba en curiosidad y simpatía. Su altivez menesterosa, su caballerosidad, el tono siempre señorial de su discurso inconexo, lejos de espantar, atraía. No era raro ver a su alrededor un coro de todas las edades, escuchando perorar al Caballero. No se sacaba mucho en claro de sus lecciones magistrales de poesía automática. Es cierto. Pero la gente intuía que aquel hombre, aceptando mendrugos y limosnas sin rebajarse a pedir, mezclando en la lengua, sin filtrar, cuanto pasara por su imaginación, había alcanzado cierta redención que para la mayoría era un sueño imposible. El cubano obligado a bajar la cerviz ante el patrón y censurar la lengua más tarde ante los caciques de la política, descubría en el Caballero la libertad en estado puro.
Si otros mendigos de la ciudad estaban obligados a exponer sin pudor sus desastres corporales o conmover con la crónica de sus desgracias, al Caballero de París le bastaba estar. Su modo de irradiar al mismo tiempo altivez y lástima, simpatía y ternura, conseguía que el caminante se sintiera más cuerdo, y presuntamente superior, pero a su vez solidario y necesitado de ser «bueno», en un mundo donde la bondad no es muy rentable. Quizás cada persona que se acercaba al Caballero, salía de la experiencia con la perturbadora noción de que aquel hombre bien podría ser una variante extrema de sí mismo.
El Caballero fue, posiblemente, el único peludo de La Habana que en los años sesenta y setenta no fue arreado a insultos ni rapado en una estación de policía (el escultor José Villa Soberón deberá esculpir algún calvo ilustre sin demora, no vayan a sospechar de su probidad ideológica). Atento a su historia interior y no a los devaneos de la política, ni cantó la chambelona al político de turno ni coreó las consignas que iban tatuando el rostro de su ciudad. No obstante, nadie lo acusó de falta de entusiasmo revolucionario o connivencia con el enemigo, aunque fuera de París. Incluso las mayores locuras de la política, respetaron su locura atemporal y eterna.
Ante el deterioro de su salud física, fue ingresado en 1977 en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, donde permaneció hasta su muerte el 12 de julio de 1985. Desde entonces abandonó la notoriedad e ingresó en la mitología. Hoy que el marketing y la prensa rosa facturan decenas de famosos por semana para alimentar las insulsas vidas de sus lectores, cabría subrayar que el Caballero de París fue y es famoso por méritos propios.
Su imagen y su recuerdo han quedado en las artes cubanas. Su ternura subrepticia, en la memoria de todos los que lo conocieron. Ahora que, sin perder su altivez, la ciudad se ha vuelto tan menesterosa como él, vuelve a caminar, esta vez en silencio y quizás para siempre, las calles de La Habana. Sea bienvenido.


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