Cada uno celebra las Navidades a su modo: el patriarca vitalicio de Cuba corta las comunicaciones y la banda terrorista ETA corta en España todo lo que puede. Más allá de la diferencia meramente táctica entre el lechón asado en púa y el bacalao a la vizcaína, lo importante es esa comunión espiritual, esa interpretación común de estas fiestas familiares, y el modo de celebrarlas: reventando un par de familias a bombazos o tiros en la nuca; o, si ya la edad no te recomienda andar en esos trotes, suprimir la reunión virtual de dos millones de familias. Cuestión de escala más o menos.
En la pasada Cumbre de Panamá, y arriesgando sus buenas relaciones con España, uno de sus socios comerciales, Fidel Castro se negó a condenar el terrorismo de ETA, alegando que la declaración incluyera también «el terrorismo de estado aplicado contra Cuba por el Imperialismo Yanqui». La comunidad internacional quedó escandalizada, y cierta izquierda nostálgica española se recluyó en sus habitaciones privadas para no hablar del tema. Pero habría sido muy fácil explicarlo.
Tanto Fidel Castro como ETA sufren alergia a las urnas. Quizás sospechen como Borges, que la democracia es un abuso estadístico; y prefieren el abuso a secas. Ambos confían más en la elección del enemigo, el tiro en la nuca y la guerrilla, que en las insulsas elecciones. Ambos tienen un pasado presuntamente marxista, «izquierdoso» al menos. Y ambos han resbalado hacia un nacionalismo excluyente, de atalaya sitiada, al mejor estilo Milosevich —otro de sus amiguetes internacionales—. ETA, con una representatividad mínima en las urnas, consigue su resonancia a bombazos, el presidente cubano, con un peso mínimo a escala internacional, acapara titulares a golpes de escándalo, arbitrariedades y escaramuzas. Los chicos de ETA, que dicen amar al País Vasco hasta el martirologio, están dejando a su paso un país dividido por el terror y el odio, una economía de donde huyen los capitales, y un éxodo de profesionales que se mudan a las antípodas para respirar en paz y hablar sin miedo. Cualquier semejanza no es pura coincidencia. Ambos no saben qué hacer con la paz. Gobernar un país hacia la prosperidad y la felicidad de sus habitantes, es una tarea tediosa y dura. Echar discursos inflamados de patriotismo y declarar el estado de sitio, convocar la obediencia cuartelaria para salvar la patria, es más fácil. La beligerancia perpetua es el mejor método de gobierno, razón por la que Fidel Castro cultiva con esmero el mantenimiento del embargo, ese regalo para justificarlo todo, que las administraciones norteamericanas le renuevan cada cuatro años. ¿Alguien imagina a los chicos de ETA cambiando su emocionante vida de pistoleros, por un horario de ocho a cinco en una fábrica? ¿Y a Fidel Castro sin una guerrita de vez en cuando?
Entonces, ¿a alguien le resulta incomprensible que Fidel Castro se niegue a condenar a ETA?
Decididamente, cada uno celebra las Navidades a su modo.
El pasado 15 de diciembre, Francisco Cano Consuegra recorrió durante dos horas y media en su Citroen C15 la ciudad de Terrassa, cerca de Barcelona. Trasladó a dos de sus operarios, un amigo lo acompañó parte del trayecto, se detuvo en semáforos, cruzó ante colegios en plena jornada escolar. A las diez y media enfiló por una calle inclinada, momento en que se activó el mecanismo de oscilación de la bomba lapa que había permanecido bajo su coche durante toda la mañana. La explosión se escuchó a un kilómetro, la parte inferior del cuerpo fue literalmente arrancada y ETA cumplió la sentencia que había dictado desde la sombra contra este fontanero de 45 años, casado y con dos hijas, para hacerle pagar su crimen: ser el único concejal del Partido Popular en Viladecavalls.
Cinco días más tarde, el guardia urbano Juan Miguel Gervilla de 38 años, observó a las 7.45 am, en la concurrida avenida Diagonal de Barcelona, un Fiat rojo que interrumpía el tráfico en un carril de la calzada lateral. Se dirigió hacia los dos hombres que empujaban el coche averiado, para ayudarlos a despejar en breve la vía. Ese fue su delito. Sin mediar palabra, le descerrajaron dos tiros en la cabeza que ocasionaron su muerte instantánea. Juan Miguel Gervilla salvó con su vida a quién sabe cuántos; algo que no consuela a su viuda y a sus dos huérfanos. En el coche se encontró una bomba con más de 13 kilos de explosivos, lista para activarse.
Entre esos dos sucesos distan apenas cinco días, el lunes 18, como un macabro sandwich, la policía vasca desactivó una bomba con 3,5 kilos de dinamita colocada en un ascensor de la Facultad de Periodismo de la Universidad del País Vasco. Durante media hora subió y bajó la bomba en el ascensor repleto sin que nadie se percatara. Incluso activaron por control remoto su mecanismo. De no haber fallado el detonador, todos los ocupantes del ascensor habrían muerto en el acto, una parte del edificio se habría derrumbado, las puertas metálicas habrían actuado como metralla, y las enormes cristaleras habrían estallado en una nube de cuchillos. En el edificio se encontraban a esa hora unas 400 personas. Su delito: ser periodistas indóciles a la verdad revelada por ETA. Gracias a un detonador defectuoso, ETA no logró superar su récord de Hipercor en 1987, cuando mató a 22 personas cuyo delito fue acudir de compras al hipermercado ese día.
En el hipotético caso de que ETA gobernara el País Vasco, podrían solicitar al presidente cubano la receta de esa bomba de silencio colocada en todos los órganos de prensa cubanos, y cuyo detonador no ha fallado en cuarenta años.
Si hurgamos en los orígenes de toda barbarie histórica, encontraremos nobles motivaciones. Cobertura frecuente de razones inconfesables. La evangelización sirvió de excusa para la colonización de América. La pureza de la fe, para la Inquisición. En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad se inventó la guillotina. El nacional-socialismo convocó, en nombre de los intereses del pueblo llano, la mayor carnicería de la historia. La felicidad de la clase obrera sirvió de coartada al stalinismo. Y cuatro millones de vietnamitas fueron salvados del comunismo mediante el sistema más irrevocable: asesinándolos.
Por eso no es nada asombroso que el etarra Francisco Mujika Garmendia, Pakito, afirmase en cierta ocasión al diario Egin, que el propósito de ETA es la paz. (Fidel Castro acaba de firmar un acuerdo con Putin por el desarme universal). Claro que mientras la mayoría del pueblo vasco no acepte las reivindicaciones que propone ETA, «todas las formas de lucha son legítimas». De modo que su estrategia electoral queda clara: No se trata de ganar votantes, convenciéndolos con un proyecto. Proceder por exclusión es más irrevocable: Una vez asesinado el 85% de la población vasca, ETA alcanzará la mayoría. Siempre en nombre del pueblo vasco. Y ahora también de Dios, dado que según Alvarez Santacristina, Txelis, su condición etarra se basa en sus «convicciones cristiana-evangélicas». Razones que también fueron útiles a Hernán Cortés y a Torquemada.
Fidel Castro, por su parte, mantiene a la oposición en libertad condicional, entre presidio y presidio; intentando convencerlos de que sigan el caminito de Guarena de sus dos millones de compatriotas y se vayan a ejercer la democracia donde la haya. Abogando siempre, eso sí, por la felicidad de nuestro pueblo, la paz mundial y quizás pronto hablará en nombre de Dios. Se demuestra que los etarras son meros aprendices: aún no han logrado quitarse del medio a dos millones de adversarios. Claro que cuando lo hacen, optan por el más irreversible de los exilios.
Tanto en la botánica como en la historia, las raíces suelen quedar lejos de las ramas. Y el envilecimiento de las ramas, tarde o temprano seca las raíces. Ni la raíz medicinal sirve de coartada a la hoja urticante, ni el fin justifica los miedos.
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