Consultada la declinación solar y el curso de los astros, el campesino decidió que ya era hora de sembrar. Caminó hasta sus campos con el morral de semillas y las echó a voleo a diestra y siniestra. Una parte de la semilla cayó junto al camino. Fue pisoteada por los transeúntes, y los gorriones, que entonces como ahora andaban a la que se cayó, se la comieron. Otra parte vino a parar en los pedregales que componían una buena extensión de su hacienda y nacieron, unas sí, otras no. Pero las que sí, apenas hubo avanzado algo la estación, murieron; porque carecían de raíces con que hacer frente a los vientos plataneros de octubre. La tercera parte trató de sobrevivir en parcelas infectadas de malas hierbas. Cosa bastante imposible para una planta buena, noble y desinteresada. De modo que las ahogaron. Por último, una ínfima parte, que al cabo apenas si le alcanzó para no morirse de hambre, prosperó en tierras buenas y mullidas, colindantes con la zanja donde abrevaban por igual sembrados y matorrales.
Sumido en la desolación estaba el campesino, cuando un profeta que acertó a pasar por allí le aseguró que « La simiente es la palabra de Dios».
«Y los de junto al camino, éstos son los que oyen;
y luego viene el diablo, y quita la palabra de su
corazón, porque no crean y se salven.
«Y los de sobre la piedra, son los que habiendo
oído, reciben la palabra con gozo; mas éstos no
tienen raíces; que a tiempo creen, y en el tiempo
de la tentación se apartan.
«Y la que cayó entre las espinas, éstos son los que
oyeron; mas yéndose, son ahogados de los cuidados y
de las riquezas y de los pasatiempos de la vida, y
no llevan fruto.
«Mas la que en buena tierra, éstos son los que con
corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y
llevan fruto en paciencia» (Lc. 8: 11‑15)
Quedó el labrador pensativo. No hacía más que fumar y mecerse en su comadrita a la puerta de la casa. Sus hijos llegaron a cuchichear que la mala cosecha lo había enloquecido. Pero él estaba trabajando con una dedicación sin precedentes.
Mucho antes de abrir la próxima estación, se puso a la tarea: Canalizó las aguas, de modo que regaran equitativamente la finca entera, limpió los pedregales y removió la tierra, añadió cientos de canastas de humus traído a lomos de burro desde las tierras bajas, desyerbó a fondo y roturó hasta la profundidad indicada en los manuales de agrotecnia intuitiva. Cuando plantó el último espantapájaros, supo que todo estaba listo.
Consultada la declinación solar y el curso de los astros, el campesino decidió que ya era hora de sembrar. Caminó hasta sus campos con el morral de semillas y la seguridad de que no hay tierra baldía sino mal cultivada.
“Agrotecnia”; en: Habaneceres, 01/01/2008
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