La lectura del Diario de campaña (1868-1998), de Máximo Gómez, depara no pocas sorpresas, producto del efecto pinza entre malos maestros y perversos planes de estudios, que han conseguido dotar a la historia patria de la misma textura que un cómic de superhéroes y supervillanos.
Se conoce la extrema crueldad de aquellas guerras de independencia: la compasión y la clemencia no pecaron de excesivas en ninguno de los bandos, los odios terminaron de cocerse en la olla de Valeriano Weyler, el país arrasado por la tea; de modo que a la salida de 1898, no había familia en Cuba que no anduviera recontando sus muertos y sus ruinas. A pesar de ello, o quizás por lo mismo, se insiste (desde todos los bandos) en mitologizar a próceres militares y políticos mambises, a la República en Armas y a la emigración que sufragó la guerra, como seres impolutos, teñidos de una pieza con los colores de la independencia.
Máximo Gómez presenta, en cambio, junto a las abrumadoras dosis de sacrificio y heroicidad de los cubanos, un campo insurrecto plagado de indisciplina, caudillismos locales y nacionales, el continuado quebranto de la propia ley republicana, el divorcio, y con frecuencia la franca enemistad, entre el gobierno civil y los mandos militares, la falta de medios para el combate, alimentos, ropa.
Hay tropas exhaustas que se enfrentan diariamente al ejército español en una guerra cuya intensidad y pérdidas humanas pueden sobrepasar en un par de meses a todas las acciones emprendidas por Fidel Castro, desde el Moncada al primero de enero de 1959. Pero también hay quienes sólo se baten en su territorio y desoyen al general en jefe cuando les ordena acudir a donde los necesitan, u ocurre que «como parece definida o resuelta la independencia de Cuba, por los cañones americanos; con mucha más razón nadie desea ya batirse, ni en su propia localidad» (Máximo Gómez; Diario de Campaña (1868-1899);Universidad de Oviedo, Oviedo, 1998, p. 188).
Unidades que se entregan a los españoles acogiéndose a la solución autonomista, y que incluso vuelven sus armas contra los mambises. Unidades obligadas a huir por todo combate al carecer de municiones. No pocas veces el Generalísimo duda de la capacidad de sus fuerzas para alcanzar el triunfo. Y no hablamos de 1878, sino de 1897 y 1898.
Nos presenta, en suma, un ejército incapaz de derrotar en toda regla al español, mientras este, a su vez, dilapida sangre y dineros en conservar las ciudades y desplazarse entre ellas sólo en grandes contingentes de tropa, sin la perspectiva de sofocar la rebelión.
Materia prima del presente
Dado lo anterior, no es raro que Gómez y sus generales solicitaran fervorosamente la intervención norteamericana, tanto como los políticos y, especialmente, el lobby cubano en Estados Unidos. Este último echó mano a todos sus recursos hasta conseguir la intervención y, al unísono, la aprobación de la Enmienda Teller, que consagraba el derecho de Cuba a la independencia. «Todos sus recursos» significa que la República de Cuba estuvo pagando a plazos, hasta la década del treinta, los sobornos a algunos congresistas norteamericanos que votaron aquella enmienda.
La historia oficial cubana suele repetir que la injerencia norteamericana se produjo cuando la guerra estaba ya perdida para los españoles, que se hizo contra la voluntad de los mambises, y que sólo por una suerte de milagro la Isla no fue anexada. Incluso personas instruidas repiten ese axioma como una verdad revelada, sin necesidad de pruebas. Pero por entonces sólo hubo dos grupos de cubanos que se opusieron a la invasión: los españolistas y los autonomistas, nunca los insurrectos.
Los libros de texto llegan a ejercer de médiums para que se expresen los muertos: dan por hecho que Martí y Maceo se hubieran alineado junto a los españoles para combatir la intervención norteamericana, es decir, para combatir por que Cuba continuara siendo una colonia. Cuesta imaginar a Maceo bajo las órdenes de Weyler y a Martí acatando dictados del ministro Moret. En sus expresiones más extremas, cierto antiimperialismo cerril pasa de la estupidez a la indecencia.
No es posible reescribir la historia, pero sí emplearla como materia prima del presente.
Aunque en 1898 gozaba de buena salud el principio de la no injerencia y cualquier intervención extranjera era un agravio, alcanzado un punto muerto en el curso de la guerra, los independentistas cubanos supieron anejarse la ayuda imprescindible para conseguir su propósito con la mayor economía de sangre y destrucción, y librar más tarde a la República del abrazo de ese amigo poderoso con apenas un rasguño de Platt en la espalda.
Visto lo anterior, ¿podría reeditarse la historia? ¿Sería una intervención norteamericana la vía más expedita e incruenta hacia la democratización de Cuba?
Alrededor de este tema se mueven varios conceptos: la soberanía absoluta y la soberanía relativa, sujeta a la legalidad internacional; la democratización desde adentro y la importada; el principio de no intervención y la extraterritorialidad que se sustenta en la globalización, la inviolabilidad de la soberanía nacional y la inviolabilidad de los derechos humanos fundamentales; la legalidad que dimana de las instituciones internacionales, la que representan los gobiernos nacionales y las acciones unilaterales e impunes de los países poderosos (Estados Unidos en Irak, Rusia en Chechenia, China en Tibet).
Dos factores condicionantes de la política internacional contemporánea son la visibilidad y su complemento: la sociedad civil globalizada. Si hace poco más de medio siglo podían practicarse genocidios y masacres sin despertar a la opinión pública, hoy los satélites detectan las fosas comunes en Bosnia y circulan por la red tanto los torturadores como los terroristas de Irak.
Teoría y realidad
Así, cuando aparecen zonas de silencio vedadas a los medios (las cárceles cubanas, por ejemplo), el público sospecha lo peor. Ha crecido, además, una sociedad civil globalizada no sólo en su militancia extraterritorial sino en sus preocupaciones, que rebasan lo gremial y lo local, incluso lo nacional, para hacerse portadora de inquietudes planetarias y constituir un pullde poderosos movilizadores de la conciencia mundial.
Gracias a esa visibilidad y a su resonancia en la sociedad civil, asistimos a la paulatina derogación de la soberanía nacional como principio inviolable, en favor de una legalidad internacional que se fundamenta en el respeto a los derechos humanos fundamentales. Si los gobernantes de una nación emplean el mandato concedido por (o rapiñado a) sus gobernados para lesionar sus derechos, garantizando por la fuerza que esos gobernados estén inermes frente al abuso, la comunidad internacional (esa suerte de entelequia) puede actuar en nombre de los ofendidos y restablecer sus derechos por la fuerza.
En teoría suena bien. La tal comunidad internacional pudo detener en sus albores la matanza de Rwanda, interceder en Chechenia, Somalia, Etiopía, Congo, Chile, Argentina, Líbano, Palestina. Pudo. Pero, por un lado, no siempre la repulsa internacional tiene que convertirse en acción militar (a veces innecesaria) y, por otra parte, a falta de algo mejor, aceptaremos que las Naciones Unidas es lo más parecido a esa «comunidad internacional»: un organismo que dista mucho de actuar con absoluta equidistancia e imparcialidad, y escasamente dotado para ejercer su papel de «pacificador» mundial, en buena medida, porque sus socios más poderosos se niegan a concederle esa capacidad.
De modo que, en la práctica, hay «intervenciones humanitarias» posibles (Haití, Bosnia) y cotos privados de las grandes potencias. Aun así, existe una suerte de consenso en la sociedad civil internacional y en buena parte de la clase política, que concede a la ONU el derecho a legitimar acciones de esta naturaleza, y hasta el momento sólo lo ha hecho en condiciones de inminente catástrofe o genocidio. Gracias a la cuidadosa dosificación represiva del castrismo, difícilmente Cuba sea incluida en esa categoría.
La opción improbable
De modo que una subversión externa del status quo cubano tendría que deberse a una intervención (norteamericana en todo caso) no santificada por la ONU. Algo bastante improbable por varias razones: no es un reclamo de los votantes cubanoamericanos; la Isla no es un peligro para Estados Unidos ni un apetecible surtidor de materias estratégicas; en caso de derrumbe drástico, un tsunami de refugiados podría alcanzar las costas de la Florida, además de la oleada de antinorteamericanismo que desataría el filocastrismo residual en América Latina y Europa, por no hablar del costo propiamente militar, posiblemente equidistante, entre la Numancia que sueña Castro y el US Army Tour que vaticinan los promotores de la libertad por cuenta ajena.
La única circunstancia en que una intervención podría ser, más que probable, inevitable, sería en caso de que Fidel Castro decidiera, llegados sus días finales, hacerse acompañar por todo su pueblo, y, amparándose en cualquier pretexto fútil, atacara a Estados Unidos para provocar una respuesta con muchos fuegos artificiales y música de Wagner. Ya se sabe que siempre ha sido un hombre del espectáculo.
Obviemos, no obstante, su improbabilidad y consideremos la hipótesis de que Estados Unidos estaría dispuesto a lanzar una invasión a instancias de los cubanos. Primero: ¿qué cubanos? Segundo: ¿sería ético solicitarla? Y tercero: ¿sería apetecible?
En 1898 todos los independentistas estaban de acuerdo en solicitar la intervención, que podría ahorrar mucha sangre cubana. En esta ocasión, ¿ocurriría lo mismo? Difícilmente. Ni las bombas inteligentes son tan inteligentes, ni los marines serán abrumadoramente recibidos con pétalos de rosas. De modo que, en todo caso, serían los cubanos de la Isla los llamados a solicitar una invasión, y asumir más tarde el coste político de ese reclamo.
Claro que es más fácil solicitarla mediante llamada local, desde Washington. Pero, ¿sería legítimo? ¿Quién puede hablar en nombre de los cubanos de la Isla? ¿Quién está facultado para solicitar las bombas que caerán sobre otros?
Vale la pena recordar que en 1898 la presencia norteamericana dejó como saldo mejoras estructurales en las ciudades e incipiente organización para la vida republicana, modernización y humillaciones, devociones y rencores. Y no es menos cierto que la Enmienda Platt fue el mando a distancia de la República, que otorgaba la capacidad a Washington para cambiar de canal; pero quizás también salvó a Cuba de sumirse en una espiral de guerras civiles, miseria y cuartelazos, como sus hermanas del continente.
Visto lo anterior: ¿sería apetecible una intervención norteamericana? Tras medio siglo de antinorteamericanismo doctrinal, una intervención, por muy quirúrgica e indolora que fuese, sentaría tras su rastro las bases para otro medio siglo de mala vecindad. Puede que sofocara las trifulcas entre facciones por el poder, pero no permitiría la libre floración de instituciones que emerjan del propio país, eso sin contar con que el interventor se verá tentado a disponer el tablero político de acuerdo a sus intereses, no necesariamente a los de Cuba. Y aunque no está terminantemente probado por la ciencia, puede que para implantar la democracia sea necesario hacerlo con tejidos del propio organismo. Hay cirugías sociales que dejan secuelas pavorosas.
Paradojas de la historia
Curiosamente, mientras de un lado hay quienes piensan en las ventajas de una nueva intervención, un nuevo 98, del otro lado, en Cuba, Raúl Castro rinde homenaje al almirante Cervera, aquel honrado y obediente militar que, por no contradecir a los políticos de Madrid, dispuso a sus hombres para que la escuadra del general W. T. Sampson practicara el tiro al blanco aquel 3 de julio de 1898.
José Ramón Fernández, incombustible funcionario de Fidel Casto, llamó a los marinos españoles, en acto solemne, «víctimas del imperialismo», y Pascual Cervera, descendiente del almirante, ante los aplausos de las autoridades, lo calificó de «amigo del pueblo cubano». Quienes lo homenajean hoy parecen olvidar que de no ser «víctimas del imperialismo», sus cañones habrían asolado a los patriotas cubanos, ¿o disparaban los españoles andanadas de flores a los mambises?
En su delirio de reescribir la historia, los Castro, cuyo padre fue soldado en el bando colonial, parecen dispuestos a aplaudir a las armas españolas sobre la memoria de los cubanos muertos. Deberemos estar alertas. Ya el 18 de marzo de 1861, el general Pedro Santana Familia, presidente de República Dominicana, enjuagó la sangre de los patriotas y por propia voluntad devolvió el país, mansamente, a la corona española de Isabel II. A cambio, fue nombrado gobernador civil, capitán general de la colonia, senador del reino, teniente general de Los Reales Ejércitos y marqués de las Carreras. Y con esa manía que tiene la historia de repetirse…
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