Infieles

12 03 2004

Cuesta trabajo levantarse como todos los días, otear desde el balcón los tejados de Madrid, sostener la mirada rojo ladrillo a la ciudad —su mirada salpicada de un verde que hoy parece gris—; cuesta trabajo mirar al cielo plomizo que esta mañana lagrimea, como si supiera, y darse cuenta de que un millar de madrileños no acudirán hoy a sus oficinas, sus talleres o sus fábricas, no se sentarán en los pupitres, no visitarán a sus nietos o a sus abuelos, beberán solos, por primera vez, el café de la mañana, y se estarán preguntando lo mismo que una mujer ayer, de pie frente a la masacre del Pozo de Tío Raimundo: «Pero, ¿qué quiere esa gente de nosotros?».

Y lo peor es que de ese millar, al menos 199 nunca podrán responder la pregunta. No tuvieron tiempo ni siquiera para formulársela. Otros miles de madrileños no disponen, desde esta mañana, de nietos o abuelos que visitar y al menos uno, la víctima más joven de esta catástrofe, se ha visto privado de nacer, ese derecho que está en el inicio de todos los derechos.

Cuesta trabajo entender por qué, en nombre de qué o de quién,  alguien estará en este momento brindando por el éxito de una misión que consistió en colocar trece mochilas con explosivos en cuatro trenes, de las cuales diez hicieron explosión en tres estaciones diferentes de Madrid. Sin dudas no fue una tarea difícil ni heroica aprovechar la hora pico de la mañana, cuando miles de pasajeros se desplazan desde la periferia a Madrid, para abordar los trenes en la estación de Alcalá de Henares, abandonar su carga y salir por la otra puerta.

Ningún albañil, ningún estudiante, ninguna madre camino de la guardería, les opuso resistencia. El riesgo de que la policía los detuviera por llevar una mochila al hombro, era remotísimo. La perspectiva de morir en combate o de inmolarse en nombre de Alá o de la patria vasca, era nula. Una operación letal, eficiente, generosa en publicidad y baratísima —cada muerto costó menos de un kilo de titadine, sin contar los 1.463 heridos y los daños materiales—.

Entre los viajeros no había generales ni políticos, soldados recién llegados de Irak ni guardias civiles de Inchaurrondo. Pero eso es lo de menos. En esos trenes había miles de españoles susceptibles de ser inmolados en nombre de una guerra santa emprendida con mentalidad de la baja Edad Media y temporizadores digitales del siglo XXI. Y no sólo españoles. Hubo «daños colaterales»: un cubano, un chileno, dos peruanos, un ecuatoriano, dos hondureños, dos polacos, un dominicano, un colombiano, un marroquí y un inmigrante de Guinea Ecuatorial. Todos muertos para mayor gloria de Alá o de Euskal Herría. Si alguien lo hubiera vaticinado en Quito, en La Habana o Rabat, no se lo habrían creído.

Cuesta trabajo entender, pero estamos obligados a entender. No a tolerar.

Las Brigadas de Abu Hafs al Masri-Al Qaida han reivindicado la autoría en una carta enviada al diario Al-Quds Al-Arabi, fechada el 20 Muharram de 1425, es decir, el 11 de marzo de 2004. ¿Son ellos verdaderamente los responsables o intentan apropiarse acciones ajenas? No lo sabemos, pero el siniestro modus operandi, masivo e indiscriminado, no les es ajeno.

¿Se trata de una acción de ETA? Por ahora no puede asegurarse. Salvo en el atentado del centro comercial Hipercor, de Barcelona, su modo de operar ha sido siempre más selectivo; pero, por otra parte, hace menos de dos semanas fue detenido un coche que transportaba hacia Madrid media tonelada de titadine, y se preveía una operación de ETA a gran escala en la capital, su «regalo de bodas» al Príncipe Felipe ante el inminente enlace en la Catedral de la Almudena.

En cualquiera de los dos casos, comprender no equivale a tolerar. Sea cual sea la idea política, el espacio nacional, la cultura o la religión que se defienda, el mejor modo de deslegitimarlo es apelar al terror y, en términos conceptuales, las diferencias entre el tiro en la nuca de ETA y el 11-S o el 11-M, entre el suicida palestino y los asesinatos high tech de los israelíes, son apenas cuantitativas. En cualquiera de esos casos, los asesinos deben ser perseguidos, detenidos y juzgados desde la única legitimidad posible: la ley.

Pero incluso para que esa guerra contra el terrorismo sea eficaz, deberemos comprender por qué un joven vasco nacido en democracia, libre para expresarse en una sociedad próspera, se convierte en asesino y presume de ello. O por qué en la carta de Al Qaida se habla de «la Cruzada europea» —que es como si en Granada se invocara la Reconquista—; por qué se afirma que en las Brigadas de Abu Hafs al Masri «no nos entristecimos por la muerte de civiles», «mátalos allí donde los encuentres», «es parte de un viejo ajuste de cuentas», y nos advierten que «el Escuadrón del Humo de la Muerte os alcanzará pronto en un sitio donde podréis ver muertos a miles, si Dios quiere, y esto es una advertencia (…) Dios es Grande. Ya llega el Islam». Ya llega, nos amenazan, como si a las órdenes de Al Qaida su dios cabalgara contra nosotros. O entender por qué cientos, miles de jóvenes en Riad, Islamabad o El Cairo, llevan camisetas con la imagen de Bin Laden.

En Alcalá de Henares han descubierto una furgoneta con siete detonadores y una cinta de audio en árabe con versículos del Corán, que quizás perteneciera a los terroristas. Lo más fácil es calificar como material subversivo, por igual, detonadores y versículos. Lo más fácil es juzgar en bloque a todo el nacionalismo vasco. Lo difícil es tratar de comprender cómo unos hombres pueden planear sus acciones por Internet, emplear alta tecnología, aprovechar las posibilidades de la globalización, y todo ello para derogar sus propias armas, regresar a un mundo de identidades excluyentes, reductos nacionales amurallados, intolerancia legislada, un mundo de creyentes e infieles.

Comprender que la globalización va dejando a su paso bolsas de insatisfacción y miseria, frustraciones, orgullos tronchados, aspiraciones incumplidas, y que en ellos puede hacer metástasis cualquier fundamentalismo. Aunque Occidente se enorgullezca, con razón, de sus avances, deberá tomar en cuenta que los detectores de metales son incapaces de registrar el odio.

Si no alcanzamos a comprender por qué, no llegaremos jamás a desactivar el terrorismo, que como cualquier otro artefacto explosivo, tiene su manual secreto de instrucciones.

Se ha repetido muchas veces que el terrorismo juega con ventaja, que actúa taimadamente y en la sombra, que no da la cara y aprovecha nuestras libertades para imponer sus dictaduras. Y es cierto, pero sólo hasta cierto punto. El 11-M los terroristas lograron movilizar a tres, cuatro, cinco fanáticos para perpetrar su masacre. Cinco creyentes contra los infieles de Madrid.

Tan pronto se escucharon las explosiones perpetradas por los creyentes, hubo jardineros municipales e infieles que soltaron sus azadas y acudieron a rescatar a las víctimas, transeúntes que sin pensarlo dos veces arrimaron el hombro a policías, paramédicos y bomberos. Hubo conductores que dejaron sus coches abandonados en medio de la calle para ir a liberar a conciudadanos desconocidos de los amasijos metálicos, y otros que sin esperar por las ambulancias, fueron los primeros en trasladar a los heridos.

Son ellos los que narran del niño rescatado de entre la chatarra, porque lloraba de miedo; del que los miraba perplejo con un brazo arrancado casi de cuajo, como si todavía no se lo creyera: de los que deambulaban entre los restos de máquinas y hombres, incapaces de escuchar, con la explosión clavada aún en los tímpanos; son ellos los que cuentan de los teléfonos móviles que no cesaban de repicar por todas partes, sin que nadie contestara a la angustia que se adivinaba al otro lado de la llamada.

En los hospitales, cientos de médicos y enfermeras infieles doblaron sus turnos para atender a los que llegaban. Apenas pidieron sangre, se formaron colas en todas las ciudades de España, hasta que los hospitales fueron incapaces de almacenar tantas donaciones. Hosteleros de Madrid ofrecieron alojar sin cargo a los familiares de las víctimas y, sin que mediara orden, convocatoria o citación divina, miles de infieles madrileños se congregaron en la Puerta del Sol para gritar su dolor y su rabia contra aquellos que pretenden matar nuestra infiel manera de ser libres, en nombre de algún dios o alguna patria.

Del mismo modo que en la mañana ningún voluntario preguntó al herido si era católico o musulmán, español o extranjero, antes de curarlo o rescatarlo; en la tarde, frente a la Puerta del Sol que anochecía, fuimos todos madrileños ayer. Madrileños nacidos en cualquier parte, hablando cualquier lengua y creyendo en cualquier dios o en ninguno.

Si los tres, cuatro, cinco terroristas que ocasionaron 1.662 víctimas a Madrid se hubieran acercado ayer a la Puerta del Sol, si hubieran acudido en la tarde de hoy a la gigantesca manifestación que ha inundado la ciudad, para comprobar el resultado de su operación, se habrían sentido insignificantes y habrían tenido mucho miedo. Porque la libertad siempre juega con ventaja.

 


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