En su reciente artículo Re-varelización, publicado en estas páginas, el escritor Néstor Díaz de Villegas consigue, en apenas dos páginas, descalificar el Proyecto Varela, la iniciativa opositora más publicitada desde la invasión a Playa Girón; desplazar hacia el exilio el centro gravitatorio de la nación cubana, clamando incluso por la anexión de la Isla a su diáspora; y derogar, finalmente, a ese lugar llamado Cuba, «un país que ya no existe», en sus propias palabras. Sin dudas, Díaz de Villegas hace gala de un admirable poder de síntesis.
Sus argumentos contra el Proyecto Varela no son nuevos, pero sí se exponen mediante una batería de razones que suscita, cuando menos, el desconcierto. Ante todo, se refiere al proyecto como «un referendo que, dicho sea de paso, no se atreve a decir su nombre». Cuando queda claro desde el primer día que lo solicitado es, simplemente, un referendo —razón por la que el Gobierno cubano intentó responderlo con un simulacro de referendo.
Habla más adelante de «las falacias oficiales que ratifica», de lo que inmediatamente se infiere una referencia a la Constitución de 1976, en cuyo articulado se apoya el Proyecto, corroborado cuando más tarde el autor señala que «se acoge a una Constitución desvirtuada en principio». Este argumento ataca la gran virtud del PV, que es enfrentar al Gobierno a su propia Constitución, condenándolo a dar una respuesta inconstitucional, y demostrando así la ilegitimidad de unas autoridades que no respetan ni sus propias leyes. Es precisamente por eso que el Proyecto ha tenido en la Isla un importante respaldo, y por lo que ha suscitado la más desmedida reacción del Gobierno contra una iniciativa disidente. Aunque quizás no sea a esto a lo que alude Villegas, quien más adelante aclara que al mencionar «las falacias oficiales» se refiere a «esas mentiras que comparten distintos partidos y credos; interpretaciones y estimados donde los adversarios encuentran tema común; tópicos que ni los más radicales se atreverían a poner en duda. En el zoológico de cristal del PC (political correctness) disidentes y castristas se mueven cuidadosamente». Lo cual puede significar cualquier cosa. O nada.
A continuación arremete contra lo que supone una intención explícita del Proyecto: poner «nuestro destino (…) en manos de los cubanos de adentro». Vale aclarar que si bien la recogida de firmas se ha hecho adentro —inconstitucionalmente, el Gobierno cubano despoja a sus exiliados de derechos civiles—, no existe ningún punto del Proyecto que postergue a la diáspora respecto a los residentes en la Isla, o la margine de cara a una reconstrucción de la nación cubana. No obstante, Díaz de Villegas no se conforma con exigir para la diáspora una paridad de derechos y deberes con nuestros compatriotas del insilio. Argumenta, con los ejemplos de Martí y Varela, que «el centro de gravedad de la nación se ha desplazado muchas veces fuera de la Isla». Y que ambos «inventaron la nación cuando la nación no existía». Invoca «la capacidad creadora del exilio y su preeminencia en la creación de la nacionalidad». Desplaza hacia el exilio las soluciones económicas, políticas y sociales; asegura que la resistencia cívica no habría sido posible «sin que un grupo de cubanos precursores mantuviese vivos en el destierro los principios elementales de participación ciudadana». E incluso afirma que «algo de la decencia, del respeto, de la compasión, y hasta del patriotismo, que caracteriza a la disidencia interna, fue importado de Estados Unidos». Para concluir entonces que «en ese sentido (…) el Proyecto Varela es anexionista (…), aboga porque la Isla sea anexada finalmente a su Diáspora».
Lo anterior podría ser una desmesura si no fuera un despropósito.
En primer lugar, la nación cubana no es ni fue la invención intelectual de un par de próceres, por muy alto que fuera su magisterio. Como tampoco es (como él quisiera) obra del señor Fidel Castro. No es necesario recordarle a Néstor Díaz de Villegas la lenta cocción de Cuba como nación, cuyos ingredientes, salvo el casabe, han sido importados en su totalidad, y no sólo de Estados Unidos. Decir que el centro de gravedad cubano estuvo algún día a los pies de Varela o de Martí, en detrimento de millones de compatriotas de la Isla que fueron, en definitiva, los protagonistas de la guerra y las víctimas de la reconcentración, es tan desmedido como asegurar que desde el Moncada es FC el propietario de la gravitación cubana.
Asegurar la preeminencia de la diáspora en «la creación de la nacionalidad», equivale a desmeritar a los cubanos de la Isla. Mencionar «la capacidad creadora del exilio», sin acotar que han podido desarrollarla plenamente en una sociedad libre y democrática, en contraste con nuestros compatriotas, uncidos a 44 años de prohibiciones, es decir sólo media verdad. O lo que es lo mismo, media mentira.
Es cierto que el apoyo del exilio ha sido esencial para la disidencia interna, pero no es menos cierto que la valentía, las virtudes cívicas y la perseverancia de la disidencia, soportando años de represión, cárcel y acoso por parte de un Gobierno impune, merece que todo cubano digno se descubra, antes que reclamar una porción de la heroicidad ajena.
Ignoro si Díaz de Villegas ha tenido acceso a la partida de importación de productos tales como la decencia, el respeto, la compasión y el patriotismo; pero podría asegurarle, sin temor a errar, que ellos son ingredientes de la condición humana desde tiempos muy anteriores a las Trece Colonias. Rotularlos como Made in USA es tan absurdo como hacerle el juego al Gobierno cubano cuando sugiere que las lacras y vicios republicanos también fueron importados del mismo sitio. Ambos razonamientos son idénticos, complementarios.
Y volviendo al terreno de las coincidencias, se trasluce del artículo una alarmante sintonía con las acusaciones que La Habana ha arrojado contra el Proyecto Valera. Ambos niegan representatividad a la iniciativa: Villegas porque no representa al exilio, el Gobierno porque no representa al «pueblo» cuya voz el propio Gobierno usurpa. Ambos lo deslegitiman, uno porque «se acoge a una Constitución desvirtuada en principio», y los otros por atreverse a invocar como ciudadanos una Constitución que es propiedad privada del Gobierno. Ambos, en fin, lo consideran anexionista. Y más allá: cuando Díaz de Villegas asegura que «muchas de nuestras virtudes civiles no hicieron más que retornar, con la emigración del 59, al lugar de donde habían salido», no hace sino contrapuntear el discurso oficial cubano, harto de vociferar que al exilio se llevaron como equipaje nuestros vicios nacionales. Que se vaya la escoria.
Si estuviera en el lugar de Néstor Díaz de Villegas, me sentiría preocupado ante tantas coincidencias.
Es cierto, como se afirma en el artículo, que la realidad de esta Cuba múltiple y dispersa en que habitamos nos impone la noción de una nueva geografía, que los conceptos del «adentro» y el «afuera» han sido alimentados por un antiimperialismo barato y por un nacionalismo enfermizo, pero también, diría yo, por una respuesta equivalente de cierto exilio fundamentalista y/o interesado, que ya no es, por fortuna, mayoritario, guardián de la pureza de la Cuba conservada en el formol de la memoria, y satanizador de todo aquello que proceda del «adentro».
Se impone una geografía espiritual donde el adentro se encuentre en las coordenadas de todos y cada uno de los cubanos dispuestos al empeño de la reconstrucción nacional, de una Cuba plural y democrática, la Cuba que nos debemos a nosotros mismos.
Afirmar que el exilio es hoy el motor de la economía cubana me resulta, aun sin soslayar su enorme peso, excesivo. Pero aun cuando así fuera, me repugna blandir como un arma arrojadiza nuestra propia generosidad, y arrojarla a la cara de los familiares y amigos a quienes ayudamos a sobrevivir, y no al Gobierno cubano, aunque éste se beneficie de las remesas, como si cobrara rescate por sus ciudadanos-rehenes, una suerte de impuesto al amor.
Tampoco es el exilio «la parte del país que representa hoy a la mayoría silenciosa, sin voz ni voto dentro la Isla». Pretender usurpar la voz de esa mayoría sin voz, no se corresponde con la realidad, por varias razones. Primero: entre nuestras preocupaciones cotidianas sólo una parte se refieren a la realidad de Cuba; el resto las dedicamos a las sociedades donde vivimos, en contraste con los ciudadanos de la Isla, inmersos en una circunstancia claustrofóbica, enajenante. Segundo: Por el contrario que los cubanos residentes en el país, incapacitados para desentenderse de su circunstancia, nosotros podemos vivir al margen de esa realidad, sin ni siquiera enterarnos de lo que ocurre allí; de hecho, no es difícil encontrar cubanos de nacimiento que son hoy suecos, españoles o norteamericanos adoptivos; lo cual, desde luego, no constituye un juicio peyorativo. Y tercero, incluso con la mejor voluntad, resulta difícil acercarse con exactitud a una experiencia cotidiana que no se vive, mucho menos usurpar el silencio de quienes la padecen cada día.
Decir, por último, que el PV habla «en nombre de un país que ya no existe» no sólo es incierto, sino profundamente irrespetuoso hacia nuestros compatriotas de la Isla. No existe ya, sin dudas, el país que Néstor Díaz de Villegas abandonó. No existe la Cuba que yo dejé atrás hace ocho años. Pero existe una Cuba que sufre y espera, una Cuba que ya empieza a dar signos de cambio; una Cuba que merece nuestro apoyo y nuestra solidaridad. Y esa Cuba tendrá la responsabilidad de construir un nuevo país donde quepamos todos. Negarlo hoy es hacerle el juego al Gobierno, que atemoriza a sus ciudadanos con el «coco» del exilio, con los que desembarcarán como triunfadores para apoderarse de la Isla. Si queremos un futuro digno para ese país, no podrá ser jamás negándolo, ninguneando a once millones de cubanos, derogando casi medio siglo de sufrimientos. Decir que Cuba no existe, equivale a abolir su futuro, porque como denuncian las encuestas, apenas la cuarta parte de los cubanos que vivimos fuera de la Isla estaríamos dispuestos a regresar. Se produciría el contrasentido de que un país que no existe, cuya dignidad, patriotismo y decencia, cuya voz radican en otros territorios, está obligado a construir el porvenir partiendo de su propia nulidad.
Decidir desde la página que Cuba no existe, no surtirá, por suerte, mayor efecto que los desesperados intentos del señor Fidel Castro durante medio siglo: Convertir un país dinámico y vital, en la nada absoluta. Cuba encontrará, sin dudas, su propia gravitación, donde todos los cubanos tengamos peso y destino.
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