Era un mediodía de julio, en Pamplona, capital de Navarra, cuando miles de personas congregadas frente al balcón de la Casa Consistorial, a pesar de la lluvia, elevaron al cielo sus pañuelos rojos para saludar el tradicional Chupinazo, un cohete que da inicio a la fiesta española más conocida en el mundo, gracias a Ernest Hemingway. Tras el grito «¡Pamploneses, pamplonesas, viva San Fermín, gora San Fermín. Felices Fiestas!», empiezan 204 horas ininterrumpidas de insomnio, alcohol y toros, hasta que el “Pobre de mí” concluya las fiestas.
Cierto cincuenta y ocho actos festivos durante nueve días, entre ellos la salida de la comparsa de Gigantes y Cabezudos, corridas de toros, espectáculos musicales, la procesión en honor a San Fermín que recorre el Casco Viejo y, por supuesto, los encierros. Aunque posiblemente lo que más corra en esta apacible localidad navarra, durante su desenfreno anual, sea el alcohol, lo que la ha hecho mundialmente famosa es que toros y personas corren juntos, preferiblemente no revueltos.
Antiguamente, cuando traían desde las dehesas los toros para la lidia, hacían noche en las afueras. Temprano en la mañana entraban a la ciudad azuzados por hombres a caballo y a pie, que se encargaban de encerrarlos. Con el tiempo, se pasó de correr tras el toro, a correr delante, del trabajo a la “diversión”. Si en sus orígenes los corredores eran pocos, y naturales del lugar, hoy son demasiados y en gran parte extranjeros. El recorrido, de unos 800 metros, parte de los corralillos, en las afueras de la ciudad vieja, hasta la plaza.
Justo antes de las ocho, los corredores avezados cumplen el rito de cantar a San Fermín ante su hornacina y solicitar su bendición, cosa que normalmente no viene mal. A las ocho, un cohete anuncia la apertura de los corralillos. Un segundo cohete indica que todos los toros están ya corriendo por la Cuesta de Santo Domingo arriba, camino de la plaza del Ayuntamiento. Traspasada la plaza, los toros enfilan la calle Mercaderes, para entrar en la de Estafeta, chocando frecuentemente contra el lado izquierdo de la cerrada curva por la velocidad de la carrera. Desde ese punto, suele disgregarse la manada y tomar dispersos la recta calle Estafeta, donde se producen las carreras más “limpias”. El llamado tramo de Telefónica da paso a la cuesta abajo que lleva al callejón de la Plaza de Toros. Un tramo sumamente peligroso, protegido por un doble vallado y, ya dentro del callejón, por unas gateras donde refugiarse en caso de caída. Tras el embudo del callejón, los corredores escapan en abanico de la manada que, ayudada por los llamados dobladores que los atraen con sus capotes, se encamina hacia la puerta de corrales. Cuando todos los toros entran en la plaza suena un tercer cohete y, una vez que han traspasado la puerta de toriles, un cuarto anuncia que el encierro ha terminado.
Correr delante del toro no sólo requiere velocidad y temple, sino sabiduría. Los nativos, habituados a este ejercicio, recomiendan llegar al encierro totalmente sobrios y con los reflejos bien a punto. Traer ropa suelta y cómoda, que no entorpezca, y un calzado antideslizante, porque si bien es cierto que cualquiera resbala y cae, es menos saludable hacerlo ante dos metros de afilada cornamenta. Ya en la carrera, buscar sitio junto a un toro, incluso poniendo la mano sobre su lomo, y acompañarlo todo el trayecto, mirando de soslayo, eso sí, al resto de los animales (incluso a los turistas), para evitar una cornada por sorpresa o un metíoenelmedio que nos convierta en tragedia la fiesta. Buscar por todos los medios estar en el interior cuando lleguen las curvas, porque media tonelada de toro estampándote contra el vallado de madera, duele. En suma, no se trata de llevarle la contraria al toro, interponiéndose a su paso, sino de hacerle creer que lo acompañamos en su recorrido, aunque al final su destino sea el ruedo, y el nuestro bebernos una copa de rioja en la taberna más próxima. Por eso, en caso de caída, quedarse quietecito y dejar que los toros pasen por encima. Saldremos, en el peor de los casos, algo magullados. Los toros no perdonan al que levanta cabeza. Se trata, en suma, de dominar los rudimentos de la sicología taurina (embestir) y oponerle un principio elemental de la sicología humana (hurtar el cuerpo). Así de sencillo. Ponerlo en práctica ya es más complicado.
En contraste con los nativos, los extranjeros vienen con su biblia hemingwayana bajo el brazo, The Sun Also Rises (1926), y ansiosos por pasar de la teoría a la práctica. En consecuencia, la mitad de los heridos suelen ser extranjeros, y la mayoría de los muertos. Una muchacha de New Jersey con una cornada de 30 centímetros que alcanza el fémur, y traumatismo craneoencefálico. Un inglés con una cornada de 10 cm. en la rodilla. Un australiano con traumatismo craneoencefálico. Un joven de Virginia y un canadiense corneados en los muslos. Como se ve, Hemingway hace estragos, no sólo en la historia de la literatura. De los nativos heridos, algunos se quejan de intrusos con cámaras en el recorrido, que al impedirles correr adecuadamente, provocaron sus percances.
Con motivo de los sanfermines, la prensa de muchos países se hace eco de esta “costumbre bárbara” y su costo en vidas. No deja ser cierto. Aunque vale reconocer que es menos vulgar morir atropellado por un toro, que por un ómnibus urbano, y a nadie se le ocurre prohibir la circulación de vehículos en esos encierros gigantes que son las ciudades. También valdría recordar que esto de correr ante un animal que embiste y mata no es algo privativo de Pamplona, donde lo sui géneris es que los corredores lo hacen voluntariamente. En otros lugares del mundo se corre obligado por las circunstancias. Lo que cambia, es la clasificación zoológica de la bestia.
“Delante del toro”; en Cubaencuentro, Masdrid, 10/07/2001. http://www.cubaencuentro.com/meridiano/2001/07/10/3008.html)
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