Mil millones de razones

25 05 2001

Según datos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en información publicada por el diario El País, los emigrantes latinoamericanos enviaron el año pasado, desde Estados Unidos a sus países de origen, 23.000 millones de dólares, que equivalen a un tercio del total de capitales extranjeros que ingresan al sur del Río Bravo, superando al total de la ayuda exterior. De esta suma, el primer lugar corresponde a México, con 6,800 millones de dólares, seguido de Brasil (1,900) y República Dominicana (1,750). Y en países como Haití, Nicaragua, El Salvador, Jamaica, Dominicana y Ecuador, las remesas familiares superan el 10% de su producto interno bruto. Se estima que en diez años las remesas a Latinoamérica podrían alcanzar los 300,000 millones.
Estos cálculos no incluyen los aproximadamente 1,000 millones de dólares que los exiliados cubanos remiten a sus familias. Suma que tiene un enorme peso per cápita, si lo comparamos con los 1,900 millones de Brasil, y es decisiva en el balance de nuestra economía, por encima de sectores tradicionales como el azúcar o el tabaco y superada, exclusivamente, por los ingresos del turismo.
Tal como analizaba Monreal en un esclarecedor artículo publicado en la revista Encuentro de la Cultura Cubana, el mayor logro económico de la Isla en estos 40 años, ha sido la emigración. No sólo porque el emigrante es, con mucho, el trabajador cubano más productivo, sino porque, proporcionalmente, y sólo por concepto de remesas familiares, es el que más divisas per cápita aporta al país. A esto se suman desembolsos por concepto de viajes, renovación de pasaportes, visados, visitas de familiares y los pagos de las correspondientes tasas, más un monto indeterminable en bienes entregados, directamente y que no sólo palian las dificultades inmediatas, sino que, con frecuencia, constituyen medios para el ejercicio de actividades económicas a pequeña escala.
Es evidente que una parte importante de las remesas familiares, recibidas en Latinoamérica, se destina al consumo, lo que indirectamente contribuye al crecimiento de industrias locales. Pero no es nada despreciable la proporción que se destina a la creación y mantenimiento de pequeñas empresas, adquisición de medios de producción y, en general, al crecimiento del tejido económico de las naciones receptoras. A eso se añade la emigración eventual, cuyo propósito es la acumulación de un capital en el país de destino, para su posterior inversión en pequeñas o medianas empresas en el país de origen.
A diferencia de otros países de nuestro entorno, en Cuba se establece, por decreto, que estas remesas tienen un solo destino: el consumo. Al ser la actividad comercial un monopolio del Estado (si descontamos el pequeño sector privado y la omnipresente bolsa negra), quien impone sus precios con un alto margen de beneficio, ajeno a toda competencia; es el Estado, en última instancia, quien recibe la proporción más significativa de estas remesas.
El resto de los emigrantes latinoamericanos, salvo excepciones, no mantienen una situación de beligerancia con los gobiernos de sus respectivos países, a los que pueden viajar libremente o reinstalarse allí si lo desean y, en muchos casos, ejercer sus derechos electorales desde el país a donde han emigrado. En contraste, la emigración del cubano ha sido investida de carácter político e implica un acto de beligerancia –sea económica, política, o una mezcla de ambos–. Por tanto, le está vedado el regreso e incluso para visitar el país donde nació, requiere la autorización de las autoridades, perdiendo, en el mismo acto de la partida, sus exiguos derechos civiles.
Se dan así varios contrasentidos: El emigrante subvenciona al Gobierno que lo declara enemigo. El Gobierno fomenta el repudio social hacia quienes aspiran a convertirse en sus trabajadores más productivos y practica un discurso agresivo hacia su segunda fuente de ingresos: el exilio encabezado por Miami. Sospecho que a ningún empresario del turismo se le ocurriría incluir en sus promociones de primavera, ofensas hacia los presuntos turistas, aunque estos acudan atraídos por la oferta sexual, o sean catalogables como «enemigos ideológicos». El turista es libre de adquirir o no el servicio que se le ofrece y elige entre diferentes opciones. El aporte de la emigración no goza del mismo grado de libertad: está dictado por el sentido del deber filial, ante las penurias que padecen los suyos. En esas circunstancias, el Gobierno puede cobrar impunemente el impuesto al amor, que se materializa en tasas consulares exorbitantes y precios abusivos de los productos que se venden en las tiendas (cuyo propósito explícito no es prestar un servicio, sino «recaudar divisas»).
El Gobierno declara que el fin último de esta recaudación, es la redistribución social de la riqueza. Es decir, la adquisición de productos que más tarde se venderán a precios subvencionados mediante la libreta de (des)abastecimiento, recursos para la red hospitalaria o educacional, etc. Beneficios que alcanzarán a toda la población del país y no exclusivamente a los que tienen familia en el extranjero. Justificando así, socialmente, los enormes márgenes de ganancia. Es imposible determinar qué proporción de lo recaudado se destina a este fin, pero no hay dudas de que otra parte se dedica a apuntalar el ineficiente tejido productivo e incluso al mantenimiento del extenso aparato militar y político.
Aunque su retórica insiste en defender la centralizada economía estatal, el propio Gobierno admite, tácitamente, la superioridad de la empresa privada o al menos la práctica de un capitalismo de Estado, que actúa de acuerdo a los principios del mercado. Las empresas mixtas, la inversión extranjera o la incipiente introducción de mecanismos «capitalistas» en la empresa estatal, son una evidencia más demoledora que cualquier discurso. A pesar de las limitaciones impuestas al pequeño sector privado, su eficiencia y su competitividad son tan nocivas como ejemplo, que el Gobierno, incapaz de neutralizarlas en el campo de la libre competencia (a pesar de sus ventajas), intenta asfixiarlas mediante impuestos abusivos y una política de acoso, a las que no sobrevivirían ni una semana las empresas estatales.
Un discurso reciente de Raúl Castro afirmaba que nada cambiará tras la desaparición de su hermano. No obstante, incluso la cúpula sabe que todo cambiará y que, tanto en lo económico como en lo político, el país se insertará en el concierto de las naciones de su entorno. Ello implicará, por supuesto, una economía de mercado. Salvo una parte de la nomenclatura cubana, que se está posicionando, desde hace años, en la empresa seudoprivada en previsión del cambio, la población de la Isla se enfrentará en franca desventaja a la irrupción súbita de los mecanismos de mercado. Las trabas políticas impuestas hoy al ejercicio empresarial de los nativos, le condenan el día de mañana a un único destino: vender su fuerza de trabajo y, seguramente, no a precios suecos o norteamericanos.
La excusa de que los ciudadanos no disponen de capital, por lo que permitirles sin cortapisas el ejercicio empresarial privado, sería pura retórica, es algo que las cifras desmienten. Mil millones de razones serían suficientes para la creación de pequeñas y medianas empresas, la liberalización de la iniciativa, el incremento global de la productividad y la drástica disminución de los plazos (que hoy parecen eternos) para que el país salga de la crisis; ahorrando sufrimientos a la población e insertando al país en los mecanismos reales de la economía mundial. El pueblo no sólo accedería en mejor situación a los cambios futuros, sino que, hoy mismo, estaría en condiciones de invertir su iniciativa y su talento en buscar salidas personales a la penuria, sin ser condenada al status actual de receptor pasivo de la caridad familiar. Los exiliados no verían las actuales remesas como un mero deber solidario, sino como una inversión de futuro, lo que posiblemente incrementaría su monto anual.
Sólo tres serán los afectados por una liberalización de este orden: el capital extranjero, que actúa hoy para un mercado cautivo y sin ninguna competencia nacional. La nomenclatura instalada en un pre-capitalismo controlado, que deberá vérselas con la competencia de sus compatriotas. Y la cúpula de la cúpula, cuyo monopolio absoluto del poder se verá menguado por la independencia económica de, al menos, una parte de los súbditos.
El capital extranjero podrá aprovechar una circunstancia como ésa, disminuyendo costes al comerciar in situ con diferentes factores económicos, estatales o privados, en condiciones de libre concurrencia. La nomenclatura pre-instalada sólo verá convertida su ventaja absoluta en una ventaja relativa.
Dados los años de vida que podrían quedarle a Fidel Castro, en el más optimista de los pronósticos, es difícil que una apertura como ésta erosione tanto los pilares de la autoridad absoluta, como para hacer inviable su ejercicio. Condicionaría quizás el efecto movilizativo (al menos el aparente) del discurso, disminuiría el éxodo, ablandaría el control. Pero, difícilmente, su efecto sea catastrófico para el poder a corto plazo. Y, por puras razones biológicas, el máximo líder debería comprender que ha llegado la hora de pensar a corto plazo.
No confío en que una reflexión como ésta fructifique en las altas instancias. El poder absoluto durante casi medio siglo, suele ser impermeable a toda relativización. Difícilmente un argumento como el bienestar de los ciudadanos, será capaz de moderar la adicción crónica al poder absoluto. Pero creo que Fidel Castro debería considerar un argumento que sí le interesa: su lugar en la historia. Algo que no conceden las enciclopedias, sino la memoria de los pueblos.


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