Soledades

11 05 2001

Ignoro si la soledad es un tema de actualidad, pero escuchando a los teatristas cubanos en el recién concluido I Festival Internacional del Monólogo de Miami, acontecimiento que abre una feliz perspectiva para nuestra cultura, me permito considerarla de actualidad permanente en el devenir cubano de los últimos decenios.
Y es curioso, pero no fortuito, que en un encuentro, durante el cual 22 teatristas de la Isla se reunieron con colegas de la diápora y de Argentina, Brasil, Venezuela, España, Francia, Puerto Rico y Estados Unidos, asome el tema de la soledad, a pesar de la nutrida participación del público miamense, la variedad de la oferta y su calidad, representativa de lo mejor que se hace hoy en nuestro teatro. La premiación, donde los invitados de la Isla acapararon una buena parte de los premios, honra a la segunda capital de Cuba, que supo apreciar la calidad sin distingos.
Durante el coloquio, celebrado en la Universidad de Miami, el veterano Abelardo Estorino, habló de la tragedia nacional de un  país cuya cultura está fracturada por la geografía. Alberto Pedro, dramaturgo y actor,  confesó: «Mis hermanos, mis amigos, siempre se han ido a algún lugar». Y Abilio Estévez, autor de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, y del monólogo El enano en la botella, pieza escrita en 1994, pero estrenada ahora, esbozó el tema de las múltiples soledades: «Muchas personas en el exilio me han dicho que se han sentido solos, pero yo también me he sentido muy solo en La Habana».
Se ha hablado mucho de la soledad agazapada en el exilio. La soledad que espera por el desterrado que debe reordenar las coordenadas de su vida, llevando como única brújula su vocación de futuro, consultando de vez en cuando, para no extraviarse, el mapa de sus recuerdos. La soledad de quien comienza a pedir pan o preguntar la hora mediante palabras que no han nacido con su memoria. Palabras aprendidas, no aprehendidas. Palabras contra las que se rebela la lengua, aunque al cabo se resigne a decir bread soñando pan. La soledad de quien se comprueba distinto, al incurrir en los pequeños pecados de lo cotidiano. La única razón es que desconoce los ritos, las costumbres, los usos de la tribu que le hospeda en el cuarto de invitados, no en las habitaciones de la familia.
La soledad de amigos que sólo permanecen, inmutables como las fotos de carné, en el congelador de la memoria. Familiares de cuerpo entero, reducidos a una voz filtrada por cables transoceánicos y satélites. La soledad de quien no se ríe del chiste, mientras los demás se ahogan a carcajadas. La soledad de despertar en un lugar de las antípodas, sin saber muy bien cómo has llegado. O la peor: la soledad del ilegal que habita un limbo de la geografía burocrática: apátrida en su tierra, intruso en la otra; no ha inaugurado su permiso de residencia, pero ya caducó su carné de identidad; carece de documentación para quedarse y de documentación para irse; no existe para las estadísticas ni ha sido bautizado por un número de la seguridad social; quiere trabajar pero no puede; trabaja, pero legalmente no le pagan (a veces sobra el legalmente); ninguna factura a su nombre demuestra su presente; ningún contrato da fe de su futuro. Es la soledad cósmica de quien no existe.
Pero hay otra soledad. No es la de quien paga en efectivo la tasa de silencio, para sufragar su búsqueda de libertad, de pan, o de ambas inclusive. Es la soledad de quien revisa cada mes su libreta de teléfonos y va tachando nombres que dan timbre, pero no sale nadie, porque han salido. La soledad de quien descubre que en su vieja aula de bachillerato, la mitad de los pupitres están vacíos. La soledad de quien traza alguna noche, como jugando, la tournée internacional que supondría visitar a un puñado de ex novias. La soledad de padres, hijos, hermanos, que detectan por el teléfono un arrastre súbito de las erres, una zeta de importación, o un sorry, abuela, que deja a la mujer ante la duda de haberse equivocado de nieto. La soledad de quien responde a su hijo que vino malanga de dieta y chicharro adicional; porque no sabe qué decir cuando el muchacho habla de una hipoteca al 5,2% TAE, del IRPF, la declaración de la renta, el precio del dinero (¿eso no será una redundancia?) o del coche que trae de serie elevalunas eléctrico (¿por qué no dejan a la Luna en su sitio?). La soledad de quien visita a un amigo y el desconocido que asoma a la puerta entornada, se limita a copiarle once dígitos en un minúsculo trozo de papel: Llámelo a Viena. La soledad de quien camina por las calles de su niñez y no las reconoce. El paisaje de ruinas se ha vuelto ilegible para su memoria. No logra ubicarse, hasta que descubre, en un muro huérfano de casa, milagrosamente en pie, restos fósiles del cartel que adornaba la fachada de La Regenta, presunta tienda de ultramarinos, en realidad bodega: LI  RES Y VÍ E ES FIN S. Ni siquiera lo consuela disponer de la ciudad que alguna vez fue suya, porque la ciudad le ha ido cerrando sus puertas: hoteles con porteros de mirada infalible para detectar nativos; discotecas y bares donde el carné de identidad y los patriotas criollos no son de curso legal; injertos del maligno afuera en el adentro. Y descubre que sin irse a ninguna parte, lo han ido de media ciudad donde nació. En el reparto le ha tocado la mitad más triste. La soledad de esa libreta telefónica que se ha vuelto ilegible de ausencias. La soledad de quien ya no sabe si los otros se han ido, o él se ha ido quedando.


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