El hombre es, sin dudas, el animal más raro que existe sobre el planeta: Más feroz que el tigre, más inteligente que cualquier otro primate (yo siempre he sospechado que tras esa mirada socarrona, los delfines se burlan de nosotros), de habitat tan variado que podría encontrársele en cualquier clima o geografía, resistente a las mayores catástrofes climáticas o ecológicas ─incluso a las provocadas por él mismo, aunque no se sabe hasta cuándo─, de talla, color, pelaje y costumbres alimentarias tan disímiles que a cualquier extraterrestre que nos estudiase podríamos parecerle especies diferentes. El hombre es, en sí, un verdadero compendio zoológico. Bastaría la fauna nacional para demostrarlo: desde hombres-lobos y hombres-serpientes (ya clásicos), hasta hombres-papagayos y hombres-urracas, que arramblan a sus nidos trasnacionales cuanto encuentran a mano. Hombres-anguilas, resbaladizos e inasibles. Y abundantes subespecies de hombres-peces, que se mueven entre dos aguas y nadan rigurosamente conforme a la dirección de las corrientes. Pero remontándonos del noticiario a la historia, los anales del homo demuestran que desde siempre ha sido tan rarus como sapiens.
Ya durante el Medioevo Tardío y el Renacimiento, época de horizontes en vertiginosa mudanza, el asombro y el miedo, la moda y el timo, urdieron numerosas especies de hombres particularmente raros que salpican las memorias de los aventureros e intoxicaron hasta tal punto la credulidad de los europeos, que tardaron decenios en resignarse a la idea de que los antípodas no andaban cabeza abajo hollando las nubes, y quizás algunos aún no se han convencido de que un guaraní es tan sapiens como un catedrático de la Sorbona.
Incluso Conrado Gesner, que en mucho se adelantó a su época al clasificar el mundo animal, creía a pie juntillas en la existencia de monjes marinos y otros prodigios descritos por quienes los habían visto *con sus propios ojos+. La oftalmología era una disciplina incipiente.
A Marco Polo no le bastó anotar las costumbres y usos que en sus viajes había presenciado. La verdad hubiera resultado insípida si no la condimentara con ciertos hombres sin cabeza que vivían en Siberia, unicornios (muy de moda por entonces) y pájaros con plumas de hierro ()se llamarían boeing?).
El inglés John Mandeville abandonó las islas británicas en 1327 y se dio a recorrer Asia y Africa durante 33 años, al cabo de los cuales regresó con noticias de hombres saltarines provistos de una sola pierna y un pie inmenso, que enarbolaban a modo de quitasol cuando se sentaban a descansar. Adaptados al trópico, otros se protegían de la resolana con el labio superior. Maravillas de las que sus coterráneos no dudaron. Confirmando lo raros que son los extranjeros.
Otro best seller medieval fue la Cosmographia Universalis del alemán Sebastián Munster, que se reimprimió cincuenta veces en veinte años (y no por la Editorial Planeta) a partir de la primera edición de 1544, donde se describía hombres de grandes labios y una sola pierna y enanos que se alimentaban con el olor de las manzanas. Eso sin contar los centauros, obispos marinos, cíclopes, gigantes, damas con cabelleras de serpientes, sirenas, náyades, demonios marinos de voz azul y aciagas intenciones, que ya por entonces no eran novedad.
Pero la historia deparaba sorpresas que habrían rebasado, sin dudas, la capacidad de aquellos crédulos ciudadanos de Feudalia.
Si algún explorador del tiempo hubiera dado noticias sobre hombres capaces de envenenar con sus deyecciones la mitad del planeta o asesinar a toda la humanidad con un simple gesto de la mano, la imaginación medieval no lo hubiera aceptado, y el infortunado explorador habría perecido en el olvido o asediado por la burla y el escarnio de sus contemporáneos que lo hubieran tildado, no cabe duda, de falsario.
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