Aquella comida que hice cierto día del verano de 1988 en un restaurante de comida rápida en Sao Paulo, la capital económica de Brasil, fue quizás la peor digerida de mi vida. En contraste con la asepsia hospitalaria del local, al otro lado de la fachada encristalada se apiñaba una multitud de niños harapientos, como sacados de una novela de Zola; prestos a apoderarse de un salto de los huesos o los restos de pan abandonados en las mesas, y huir con el botín antes que los guardas del local los echaran a patadas. Quien no haya visto las miradas de aquellos meninos da rua, no conoce la cara del hambre. Yo descubrí aquel día que el hambre tiene su propio rostro, y una mirada que no consigo olvidar.
No es raro que Frei Beto denomine a Brasil «Belindia» (un país donde 30 millones viven como en Bélgica, y 100 millones como en la India); ni es raro que la parte belga, los 30 millones de afortunados que ruedan en Porsches y Mercedes, se defiendan de los 100 millones de indios, parapetados en sus viviendas custodiadas por ejércitos de guardias privados y la más alta tecnología de la seguridad. Existen barrios enteros a los que es imposible acceder si tu nombre no aparece en las listas del ordenador que manejan los guardias, forrados de chalecos antibalas y portando fusiles de asalto. Lo más parecido a estos policías que asesinan y torturan, cuyas imágenes han dado recientemente la vuelta al mundo.
La opinión pública se indigna ante su impunidad, y los políticos ya han logrado tipificar la tortura como delito penal en Brasil. Como si las clases en el poder se enteraran sólo ahora que esas prácticas son moneda corriente desde hace mucho en el trato a sus conciudadanos de cuarta categoría. Cierto que el alto ejecutivo del Banco de Sao Paulo jamás apretará el gatillo contra un niño de la calle. No entra en los cómputos a cuántos extermina con su portafolios. Puede que en breve sea delito federal en Brasil la violación de los derechos humanos. Habría que ver quiénes serán condenados por edificar la más insultante opulencia sobre la negación, a 100 millones de brasileños, del primero entre los derechos humanos: el derecho a la supervivencia.
Diario de Jaén, 1995
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