Los niños nacen para ser

5 09 2001

Dadas las circunstancias que son moneda corriente para una buena parte de la infancia de este planeta, decir que los niños nacen para ser felices puede ser excesivo. Bastaría que nacieran para ser, para sobrevivir sin padecer malnutrición (150 millones); sin morir por causas evitables (10 millones por año); acudiendo a la escuela (100 millones en el mundo no asisten a las aulas); en lugar de ser obligados al trabajo infantil (250 millones entre 5 y 14 años), en especial, la prostitución y el tráfico de drogas que ejercen niños raptados, esclavizados o vendidos por sus propios padres; o los 300.000 niños-soldados que pelean en 30 países después corromper sus vidas para siempre al entrenarlos para matar. De todos ellos se hablará en la sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que debatirá entre el 19 y el 21 de septiembre próximo sobre la calidad de vida infantil en la década de los 90. Y de los 13 millones de huérfanos legados por el SIDA, principalmente en África.

Frente a ese mapa pavoroso de la infancia, bien podría decirse que los niños en Cuba nacen para ser felices. A pesar de la escasez de medios y recursos, disfrutan de escolarización obligatoria y generalizada. La venta y el tráfico de niños son fenómenos inexistentes. Las estadísticas de salud infantil son dignas del primer mundo. Aunque carecen de leche a partir de los siete años y aunque sus índices nutricionales han descendido considerablemente durante los 90, aún distan mucho de los parámetros que asolan a los niños más castigados del Tercer Mundo. No hay niños esclavizados ni uncidos a extenuantes jornadas de trabajos forzados, tal como se observa en muchos países del mundo.

Tratándose de los niños cubanos, me encantaría concluir este artículo en el punto y aparte anterior, afirmar que la infancia en la Isla es una foto en colores de niños felices con pañoletas de pioneros. Muy a mi pesar, no es así.

Si bien los niños cubanos disponen de un sistema de salud que la mayoría del Tercer Mundo envidiaría, la falta de medicamentos y las precarias condiciones materiales de los hospitales hacen más penosa la vida de los que tengan la mala suerte de enfermarse y no cuenten con ningún pariente entre la mafia de Miami que le envíe los medicamentos.

Cuba se ha convertido, según los analistas, en el segundo destino del turismo sexual en el mundo, y de las (los) jineteras(os), una parte importante no rebasa los 18 años, edad que normalmente marca la mayoría de edad —aunque en Cuba, curiosa diferencia, la mayoría de edad para ejercer el voto único son los 16 años, y los 21, en cambio, para emigrar—. Lo peor en que, con harta frecuencia, la prostitución es admitida o tolerada por los padres, dado que en una sola noche una jinetera de quince años puede aportar al presupuesto familiar más que su madre y su padre (ingeniero y médico, respectivamente) en un mes. La jinetera ya no es depositaria del repudio social. Por el contrario. Las (los) ejecutivos del sexo son triunfadores en la dura carrera por la supervivencia, y hay niñas que se disfrazan de jineteras en las fiestas. Chulos y policías hacen más sórdido su status.

El trabajo infantil forzoso no reviste en Cuba la crueldad de otras latitudes, pero existe. En las escuelas al campo y en el campo, los niños son obligados al trabajo agrícola no remunerado, cuyo propósito es supuestamente educativo. En realidad, constituye una excelente escuela de simulación, donde los niños, sin dejar de repetir la consigna, escurren el bulto todo lo posible, y se aprende precozmente a odiar el trabajo cuyos resultados no se palpan. Y ese es, posiblemente, el peor resultado.

Los niños en Cuba no son enrolados en la guerra, ante todo porque Cuba no está en guerra. Pero sí son educados en el odio: al Imperialismo, a los yanquis, a sus compatriotas del exilio, el odio a todo el que no esté de acuerdo con el credo oficial. Con frecuencia el catecismo que reciben en la escuela difiere de las opiniones que escuchan en la casa, adquiriendo tempranas nociones de doble moral. Y la moral desaparece cuando se duplica. No son raras las familias que se abstienen de comentarios heréticos ante los niños, con un doble propósito: evitar que en su inocencia los repitan en la escuela, algo que puede acarrear desagradables consecuencias, y que entren demasiado pronto en crisis de credibilidad: maestros vs. familiares, realidad teórica vs. realidad objetiva. Deben repetir las consignas que les redactan sus mayores, sin importar que crean o no en ellas y adquieren la noción de que lo políticamente correcto, no sólo es recomendable, sino obligatorio. Negarse de plano a acudir a las escuelas al campo, negarse a ingresar en los pioneros y, más tarde, en la Unión de Jóvenes Comunistas, les cerrará la puerta hacia los estudios superiores. De modo que es cada vez más difícil distinguir a los que creen de quienes simulan creer. Hablar en esas circunstancias de valores, moral y principios, es bastante arriesgado. Ni siquiera de la elemental honradez que consiste en respetar la ley, porque la supervivencia en Cuba depende hoy de la continua transgresión de las leyes, a menos que dispongas de la ayuda familiar que envían los “mafiosos de Miami” a los que aluden diariamente las mesas redondas. Para más confusión.

El alejamiento de las familias durante los años cruciales de su formación, acentúa en adolescentes la pérdida de valores, en ambientes donde la promiscuidad y la temprana iniciación sexual, desembocan con frecuencia en cifras de abortos en menores que, a pesar de ser maquilladas, son simplemente atroces.

Que el niño cubano no disponga de la última gameboy, o de los más elementales bienes de consumo, es lo de menos. Pero la precariedad de la vivienda, la promiscuidad y el hacinamiento, sí afectan la convivencia, desestructuran la familia e inciden en el altísimo índice de divorcios. Si a ello sumamos que uno de cada seis cubanos vive en el exilio, y que resulta excepcional la familia que se libra de la dispersión, el panorama familiar del niño cubano no es precisamente idílico.

Por eso no es raro que las estadísticas de suicidios en adolescentes cubanos sean pavorosas, que haya disminuido la intención de ingreso a las universidades, y que los niños cubanos cifren precozmente sus esperanzas de futuro en la picaresca o el exilio.

De esos Elianes sin nombre no se hablará en la próxima sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas, lo que demuestra que no toda infelicidad cabe en las estadísticas.

 

Los niños nacen para ser”; en: Cubaencuentro, Madrid,5 de septiembre, 2001. http://www.cubaencuentro.com/sociedad/2001/09/05/3672.html.

 





Rehenes

8 06 2001

La situación de la niña cubana Sandra Becerra Jova, rehén e instrumento de venganza política, ha convocado de nuevo el Affaire Elián, que machacó a la opinión pública hasta los límites del hastío.

En este caso se trata de una Elián a la inversa.

Vicente Becerra y Zaída Jova, padres de la niña, cursaron en la Universidad de Campinas, en Sao Paulo, Brasil, estudios de postgrado, presuntamente a través de un convenio interestatal entre ambos países, modo casi exclusivo en Cuba de matricular en una institución extranjera. Como es habitual en estos casos, Sandra, su hija, no fue autorizada a viajar con ellos, y quedó al cuidado de su abuela.

Por razones personales, profesionales, económicas o porque hace ya tres años nació en Brasil Daniel, su segundo hijo, Vicente y Zaida decidieron quedarse a residir en el país sudamericano. La nacionalidad brasileña de Daniel, concedía a toda la familia el permiso de residencia, incluso a Sandra, la niña de once años que aún se encuentra en Cuba.

La pareja ha intentado infructuosamente que el gobierno cubano permita la salida de Sandra, y sólo ahora, hartos después de «cuatro años de infructuosos y humillantes trámites ante el régimen de Fidel Castro», deciden dar a conocer su caso. La situación de Sandra, la niña privada de sus padres, ha sido denunciada en la asamblea anual de la Organización de Estados Americanos (OEA), reunida en San José de Costa Rica, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), e incluso la cancillería brasileña se interesó por el asunto en abril, ante el embajador de Cuba en Brasilia, Jorge Lezcano Pérez, sin recibir respuesta.

Quienes conocemos el misterioso laberinto migratorio cubano, sabemos que no habrá respuesta.

Tras una época en la que viajar era prerrogativa de unos pocos, y siempre en funciones encomendadas por el Estado —exceptuando las llamadas “salidas definitivas”, que presuponen al gobierno actual como “definitivo”—, se abrió en los 80 la posibilidad de viajar si se era invitado por alguien que se hiciera cargo del (¿minusválido?) cubano; se multiplicaron los viajes de estudio e intercambio, y las invitaciones de instituciones culturales, frecuente tapadera de un exilio menos traumático, y a veces reversible. En todos estos casos, el Estado cubano, salvo excepciones, autoriza la salida de los adultos, pero no de sus hijos, dado que los menores de edad no están en Cuba autorizados a viajar al exterior, para protegerlos así de la contaminación capitalista, y que crezcan sanos y felices con su litro diario de leche garantizado hasta los siete años, momento en que se convierten en adultos lácteos, pero no migratorios.

El procedimiento tiene múltiples utilidades:

Si los padres se sienten tentados a “desertar” —es la palabra castrense empleada, dado que todos los cubanos son enrolados desde su nacimiento en la Revolución, sin siquiera solicitarlo—, es decir, a establecerse fuera de Cuba, deberán saber que su hijo queda a cargo de la Patria, que se los devolverá, discrecionalmente, cuando le dé su real gana. Si los padres se “portan bien”, es decir, no hacen declaraciones anticastristas en los medios de prensa, no se vinculan a organizaciones non gratas del exilio, y se mantienen calladitos, este plazo puede ser de tres a cinco años, durante los cuales el Estado retiene, pero no mantiene al menor. Si los padres se “portan mal”, es decir, hacen declaraciones que desagraden a las autoridades de La Habana, se vinculan políticamente, u otros etcéteras, el Estado cubano se atribuye la potestad de retener al menor por tiempo indefinido, librándolo así de la mala influencia de sus padres, y cuidando con esmero de su salud ideológica.

Ya sé que suena cínico, pero lo más cínico es que ocurra.

Si el famoso Elián debía estar con su padre, fuera comunista, demócrata, republicano o anarcosindicalista, viviera en Matanzas o en Arizona, tampoco deberían ocurrir los cientos de pequeñas-grandes tragedias, como la de la niña Sandra Becerra Jova, en silencio, sin que se filtren a la prensa. Los padres temen (con razón) que la divulgación de su caso sólo obtendría represalias de los mandantes cubanos, dueños de las vidas de sus súbditos, cuya libertad es apenas un gracioso obsequio, no un derecho.

Comprendo sus razones, pero también creo que los cubanos hemos hecho demasiado silencio. Quizás si se divulgaran los casos de esos cientos de elianes privados de sus padres en un ejercicio de venganza política, y a los cuales La Habana no aplica la batería de argumentos humanitarios que disparó con alegría en el Caso Elián, la presión internacional lograría lo que no consigue la silenciosa desesperación de tantas familias fracturadas: convencer a Fidel Castro de que cuanto en los mítines de la Unión de Jóvenes Comunistas se le nombra como “Nuestro Papá” (sin contar antes con la aprobación de nuestras pobres madres) se trata apenas de un slogan diseñado por alguna lumbrera de la guataquería. Ser amo podrá ser oficio del puño y del cerebro. Pero ser padre no es ni siquiera un derecho consagrado por unas gotas de semen, sino un oficio de la víscera más generosa: el corazón. Y dudo que en su corazón, tan apuntalado hoy como La Habana, y atestado de amor a sí mismo, quepa demasiada gente,

 

“Rehenes”; en: Cubaencuentro, Madrid,8 de junio, 2001. http://www.cubaencuentro.com/encuba/2001/06/08/2633.html.